La Vanguardia

Dos hoyitos en la hierba

- Jordi Llavina

Días atrás, poco antes de la crisis del coronaviru­s, tomaba un café a primera hora de la tarde en un bar de la ciudad. Era un día de luz limpia, apacible, que hacía presagiar la inminente primavera. Dos muchachas con ropa deportiva –pantalón de tenis, camiseta de manga corta– se sentaron dos mesas más allá. Hablaban en inglés. Parecía que se hubiesen escapado del soneto Joc de tenis de Carner. Pidieron un helado cada una, que se comieron con avidez.

Hay un poema de Jaroslav Seifert que se refiere a una bailarina que, tras su ejercicio de danza, descansa en el “césped amoroso” de un jardín: “La muselina de su ancha falda / difundió a su alrededor / como círculos ondeantes encima del agua”. No sé por qué las dos chicas me recordaron a la bailarina escrita. El poema termina así: “Cuando un hombre es viejo / siempre llega tarde; / no le queda más que envidiar el césped, / los hoyitos que en él dejaron / las rodillas de una muchacha”. Al llegar a mi casa, busqué la obra. La había publicado Llibres del Mall. Tenía las páginas muy amarillent­as. Y sí, allí estaba la bailarina de mi recuerdo, y los hoyitos con que su joven cuerpo había firmado en la hierba. Y había también un recorte de periódico muy viejo, fechado el 30 de junio de 1989, titulado “Jaroslav Seifert i uns genolls de noia”: mi primer artículo de crítica literaria –es un decir–, publicado en el semanario El 3 de vuit!

Mañana cumplo 52 años, y los versos del checo ya no me plantean ningún problema de interpreta­ción. La visión de aquellas dos chicas –que debían ser más jóvenes que mi hija– era agradable. ¿Acaso no lo es siempre la visión de la juventud? Que hablaran en inglés lo hacía todo más bello aún. La luz que impactaba en la amplia cristalera del bar les hacía cerrar levemente los ojos. Los platos y las cucharilla­s sucios de nata que dejaron sobre la mesa no tenían ningún parecido con los hoyitos estampados en el césped de un jardín. Pero yo relacioné ambas cosas.

Aún no considero que haya llegado tarde a nada. Hace treinta años habría mirado a las dos chicas con un interés distinto. El cincuentón que soy ahora entendió que habían recalado en el Casino de Vilafranca para tomarse un helado, pero también para hacerme recordar unos versos hermosos y mi primer artículo. Y aquello de Carner de que todos somos un juguete del destino.

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