Mariachis para mi tumba
La virgen de Guadalupe, que como la mujer que la reza se ha saltado el confinamiento, chafardea colgada al cuello por encima del jersey. La imagen en oro las delata. Ceci Acosta Tugores, su hija Mariana, su prima Carmen y la hija de ésta, Lorena, pasean a cámara lenta por los alrededores de la Sagrada Família intentando no ser vistas. Las cuatro son mexicanas, de la ciudad de Mérida. El coronavirus las tiene atrapadas en Barcelona.
Van muy juntas y las tres más mayores, agarradas a ratos de la mano. Sacan el móvil medio a escondidas y retratan el exterior del templo mirando a un lado y a otro. Saben que no pueden estar allí. Ni mucho menos tan juntas, ni demasiado rato. La señora Carmen Tugores, de 78 años, se cubre la cabeza con un gran pañuelo bordado y aún se tapa la boca con otra tela sobre la mascarilla que la protege. Deja que su sobrina Ceci cuente su historia.
Hace 19 años unos familiares lejanos que localizaron en Palma de Mallorca les visitaron en México. Los de Mallorca pertenecen a la familia de los Tugores, uno de cuyos miembros viajó el siglo pasado a México para buscarse la vida y no regresó. Carmen quería devolverles la visita y con otras tres mujeres de la familia empezaron a preparar el gran viaje.
Carmen se emociona. El 10 de marzo llegaron a Mallorca y visitaron la pequeña localidad de Maria de la Salut. Tras unos días con sus familiares mallorquines, el domingo regresaron a Barcelona porque el lunes empezaban un tour recorriendo España antes de volver el 24 a México.
“El domingo lo pasamos entero en el aeropuerto porque era imposible contactar con la compañía por teléfono para adelantar la vuelta”, explica Lorena. El tour se suspendió, no encontraban hotel en Barcelona y al final alquilaron un pequeño apartamento para las cuatro en la avenida de Gaudí donde esperarán confinadas la salida de su vuelo el día 24. Carmen llora. Está asustada. “Hemos decidido no encender la tele. Nos aterra todo lo que se está diciendo. Mi mamá está convencida de que se va a morir aquí y que no nos dejaran llevarla”.
Una pareja de guardias urbanos presencia la conversación. Saludan
En medio de la nada, cuatro mexicanas atrapadas por el coronavirus fotografían la Sagrada Família
a distancia y prosiguen su ruta alrededor del templo. “Ayer no nos atrevimos a salir. Y hace nada quisimos estirar un poco las piernas y le preguntamos al policía. Nos ha dejado dar una vuelta rápida para respirar”.
No me dirán que no es un lujo ver la Sagrada Família en medio de este silencio, aunque sea en unas circunstancias tan tristes, les digo. Se desprenden unos segundos de las mascarillas para la foto y enumeran la fiesta que les están preparando cuando termine la cuarentena a la que se someterán en cuanto lleguen a sus casas. Oye casa y Carmen ya sonríe. Le cuento que aquí se prohibieron hasta los velatorios de los difuntos. La mujer recuerda la crisis del 2009 en México por una mutación del virus de la influenza, cuando las familias enterraban a escondidas a sus muertos. México venera a sus difuntos y llena de colores, pasteles y mariachis sus tumbas los días de celebración.
Barcelona lleva tatuado a los turistas en su rostro. Cuesta estos dos días reconocer algunas calles, plazas y esquinas sin sus gritos, sus exclamaciones y sus risas. Una joven aparece como un fantasma de la estación del metro de la plaza de Catalunya, se detiene, y mira a todos los lados. Le cuesta reconocer que ha llegado a Barcelona. Viene de Estados Unidos y el confinamiento le ha pillado atravesando el Atlántico. Es joven, osada y le cuesta creer lo que le estoy contando. Ha alquilado una habitación cerca. Se aleja arrastrando su maleta cabreada.
Un grupo de guardias urbanos de la USP (unidad de apoyo policial) tutela la plaza de Catalunya y los alrededores hasta el primer tramo de la Rambla. “Se ven poquísimos turistas y los que quedan es que no han podido adelantar la vuelta”. Todo el mundo prefiere pasar estas crisis inciertas cerca de los suyos y en casa.
La Boqueria languidece en silencio y vacía. Han abierto unas pocas paradas del pasillo central y a las tres de la tarde la dependienta de la primera frutería ha tenido tiempo de contar con las dos manos los turistas que se han parado a comprar: “Me sobran tres dedos”. Esta semana decidirán con la dirección del mercado si terminan cerrando porque sin turistas ni visitantes, los vecinos no alcanzan con sus compras para mantener económicamente las paradas abiertas.
Cuesta reconocerse en las calles vacías. Ya se fueron los turistas.