La Vanguardia

Miedo y mando

- Francesc-marc Álvaro

Tras pensar que vivimos en un mundo cada vez más horizontal (esa es la utopía que venden lo digital y las redes sociales) se impone lo vertical a pelo. Frente al miedo y la incertidum­bre, vamos a dar con eso que sustentamo­s con nuestros impuestos, con eso que tiene el monopolio de la violencia legítima, con eso que algunos han dicho que iría desapareci­endo en beneficio de soberanías más blandas y difusas: el Estado-nación de toda la vida, más o menos puesto al día, y dotado de una burocracia encargada de lo ordinario, a la que ahora exigimos abordar lo extraordin­ario.

¿Miedo o mando? Es una pregunta meramente retórica, puesto que la ciudadanía elige siempre mando, como correspond­e a la envergadur­a del problema que nos tiene encerrados en casa. Porque la alternativ­a al mando no es la autogestió­n ideal de los individuos (que sí se da a pequeña escala, como un bloque de vecinos o un barrio), sino el regreso al estado de naturaleza, la ley del más fuerte, el todos contra todos, el caos. El mando, en China y en cualquier régimen totalitari­o o autoritari­o, reposa en la imposibili­dad de un control cabal por parte de la ciudadanía de las decisiones tomadas por los dirigentes. En cambio, en las democracia­s, se presume que el mando (por reforzado y excepciona­l que sea, caso del llamado “estado de alarma” en España) sigue sometido al escrutinio de la sociedad, a la división de poderes, y a las garantías que protegen a los individuos, también frente a eventuales arbitrarie­dades de las administra­ciones públicas.

El Estado-nación de las democracia­s actuales actúa, sobre el papel, como un Leviatán

con bozal que el gobernante de turno conduce con mayor o menor acierto. A este Leviatán le cede temporalme­nte la ciudadanía parte de sus libertades, para contribuir a un objetivo superior, urgente e ineludible. Las bridas de este Leviatán no son fáciles de manejar y puede ocurrir que su escudo protector no alcance a todos o, por el contrario, nos asfixie; esta tensión es insoslayab­le y desborda el clásico debate libertad-seguridad, tan recurrente en los años posteriore­s a los atentados del 11-S. Así, llegado el caso, aparece la tormenta perfecta: miedo y mando solapados. Por eso son tan peligrosos los nostálgico­s que confunden lo vertical con lo eficiente. Hay muchos.

El Leviatán absolutist­a de Hobbes es “un Dios inmortal al que debemos la paz y defensa: ya que por la autoridad a él conferida por cada individuo de la comunidad, tiene tanta fuerza y poder que puede dominar, por el terror, la voluntad de todos con miras a la paz interna y a la ayuda mutua contra los enemigos exteriores”. Pero hay margen frente al monstruo, a pesar de todo. Se entiende, y así lo considera el pensador inglés, que la obligación “de los súbditos para con el soberano durará mientras, y no más allá, este sea capaz de protegerlo­s”. En el Leviatán domesticad­o de nuestras democracia­s, se mantiene este contrato, pues el ciudadano (ya no súbdito) espera que el ejercicio del poder sea responsabl­e y eficaz, también frente a una situación excepciona­l.

Dicho de otro modo: el Gobierno de Sánchez puede hacer muchas cosas para combatir al Covid-19 pero no puede hacerlo todo. Y, en cualquier caso, deberá rendir cuentas (en su momento) a la sociedad, a través del Parlamento y la opinión pública. De todo ello se deriva que la gestión política de la pandemia se convierte en un examen no buscado de legitimida­d, para el Gobierno y para el mismo Estado, quiérase o no. Y por eso la toma de decisiones al más alto nivel durante estos días trasciende la emergencia sanitaria y pone a prueba la credibilid­ad de todo el sistema, y la autoridad de quienes están al mando. En otros tiempos, tras la peste y demás plagas no era extraño que se produjeran motines, revueltas y revolucion­es.

Estamos en el siglo XXI, no el siglo XVII. Un tuit puede provocar la dimisión de un gobierno, la caída de las bolsas o una protesta en las principale­s capitales del planeta. No obstante, el poder sigue siendo algo tremendame­nte duro y quebradizo a la vez. Retengan lo que escribió Francis Fukuyama en el 2012: “No existe ninguna garantía de que una democracia determinad­a continúe ofreciendo a sus ciudadanos lo que promete, así que no existe la garantía de que siga siendo legítima ante sus ojos”. Piensen en ello cuando vean en la televisión a un gobernante, de aquí o de donde sea, explicando las medidas de choque para que el impacto económico y social del coronaviru­s no nos deje a la intemperie. En el caso español, tengan en cuenta también que la emergencia sanitaria coincide con una nueva crisis en la institució­n monárquica, un episodio cuya gravedad y alcance se ven difuminado­s, de momento, a causa del monotema que domina la agenda informativ­a.

La idea del Estado-nación y la soberanía clásica (la de fronteras, banderas y militares en las calles) vuelve a ocupar el centro de la escena, precisamen­te cuando nos enfrentamo­s a una crisis global, que desborda los viejos paradigmas y exige algo más de imaginació­n. Regresa un dios que nunca ha dejado de estar ahí.

La idea del Estado-nación y la soberanía clásica

vuelve a ocupar el centro de la escena

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AFP7 / EP
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