La huella del hombre bueno
CARLOS MARÍA LÓPEZ Periodista de ‘La Vanguardia’ (1933-2020)
Reposo y sereno”, “culto y metódico”, “afable, un ejemplo de sosiego y tranquilidad”, “era impresionante lo mucho que sabía de muchas cosas”, “un enamorado del románico”. El recuerdo de nuestro compañero Carlos María López González recorrió ayer los hilos que mantienen unidos a los periodistas de La Vanguardia ,a través de correos electrónicos y mensajes de texto, en esta insólita situación de confinamiento que vivimos, en la que cada uno trabaja desde su casa intentando mantener en lo posible el calor humano, el bullicio y el impulso colectivo cotidiano que caracterizan la redacción de un gran diario.
Jubilado en 1998, Carlos María López ha dejado en la memoria de los que hoy somos más veteranos la huella de un periodismo que evocamos envuelto en afectos y anécdotas y encarnado en personajes singulares. A él, a quien desde hace unos años abandonaban los recuerdos pero mantenía un jovial aspecto físico, se lo ha llevado de manera súbita el coronavirus, lo que nos enseña, si acaso no acabábamos de verlo, el peligro que corren estos días especialmente nuestros mayores.
Carlos María (Burgos, 28 de mayo de 1933) fue de esas personas que consiguen vivir varias vidas en una. Huérfano de padre, ingresó en el monasterio de Silos cuando era un niño y recibió formación hasta convertirse en monje benedictino. A los 19 años formó parte del grupo de monjes enviado a recuperar el monasterio de Leyre, en Navarra, y allí encontró su primera gran vocación con la rehabilitación del magnífico edificio que entonces se encontraba en ruinas.
Notable dibujante, nuestro compañero podía rehacer con precisión en un folio de papel, muchos años después, en su mesa de la redacción de la calle Pelai, la impresionante cripta de columnas enanas del monasterio, volviendo a rememorar así la época en que escribió un libro de referencia: Leyre, historia, arqueología, leyenda.
A través de la apasionada relación con Leyre, Carlos María López halló además una identidad como navarro que le acompañaría para siempre y de la que haría inmoderada gala en todas las oportunidades, hasta el punto de que seguramente no serán pocos los que se habrán sorprendido ahora al saber que era burgalés de nacimiento.
Activo defensor del espíritu de aggiornamento del concilio Vaticano II, maestro de novicios, conferenciante en Italia, Alemania y
Francia, acabó chocando con las estructuras más estrictas de la orden benedictina, así que buscó otro camino. Dejó su amado monasterio de Leyre y se fue entonces al Pozo del Tío Raimundo, en Madrid, donde trabajó junto al padre José María Llanos en la ayuda a las personas más desfavorecida.
Su boda con Julia López Ruiz en 1972, en Barcelona, abrió un nuevo capítulo en su vida. Se matriculó en Periodismo en la UAB y entró en La Vanguardia en 1974. En la sección de Política escribió artículos sobre el País Vasco y ETA en los que sacó partido informativo de los múltiples contactos establecidos entre aquella juventud vasca y navarra muy relacionada con el clero.
Quienes trabajamos con él apreciamos su bondad, su buen humor y sus profundos y variados conocimientos. Y nunca dejamos de asombrarnos con distintas facetas de su personalidad que aparecían en algún momento oportuno: oírle cantar gregoriano en el funeral de algún compañero fallecido llenaba la ceremonia de una belleza indescriptible. Pero aún ahora sigue desvelándose. Su viuda, profesora durante muchos años en la Escuela de Enfermería del hospital de Bellvitge primero y de la Universitat de Barcelona después, nos hace llegar, en este momento de la despedida, páginas de, para nosotros, desconocidos poemas en los que Carlos María expresa su amor por la vida, por la cultura y por los afectos.
Ayudó a salvar de la ruina el monasterio de Leyre y siempre fue un gran enamorado del arte románico