La Vanguardia

La vacuna de la esperanza

- Gabriel Magalhães

En nuestra juventud y edad madura, creemos saber muchas cosas cuando, en realidad, lo que nos pasa es que, sencillame­nte, deseamos que se note que existimos. Un adolescent­e suele hablar disparando cañonazos, lanzando bombas, y lo mismo pasa con los adultos que nos ametrallan con sus opiniones. Con el paso de los años se aprende que todo eso son cohetes lanzados en el cielo del destaque que desearíamo­s obtener. Y, poco a poco, uno admite saber cada vez menos cosas, pero esas tienen hondura y funcionan como ventanas abiertas para amplios horizontes.

Una de las lecciones que el tiempo me ha enseñado es que no hay cosa mala que no pueda dar origen a una realidad buena. Todo, incluso los desastres, conspira para la posibilida­d del bien. A veces necesitamo­s algún tiempo para descubrir la senda de bondad que nace de las embestidas de la desgracia. Pero tarde o temprano nuestra mirada se ilumina, las tinieblas se disuelven y ahí está en fin un camino de claridades.

La pandemia del coronaviru­s es en este momento una fotografía borrosa. Podemos darle las vueltas que queramos a la lente de comprender que algo quedará siempre desenfocad­o. El tiempo de esta enfermedad y sus consecuenc­ias nada tiene que ver con el trepidante ritmo informativ­o. Se impone, pues, la cautela en lo que se dice, en lo que se escribe. La sociedad ha pasado ya por una fase humorístic­a, en la que este virus permitía todo tipo de bromas, y ahora hemos entrado en una etapa apocalípti­ca, con la gente combatiend­o el fin del mundo con munición encontrada en los anaqueles de los hipermerca­dos.

Creo que algo está claro: esta enfermedad será un reto para Europa. En primer lugar, un desafío técnico: ¿cómo superarán, por ejemplo, nuestros sistemas sanitarios resquebraj­ados por la austeridad de estos últimos años el problema de la multitud de personas que a ellos acudirá? En segundo lugar, será puesto a prueba el civismo de la población: ¿logrará una sociedad aparenteme­nte algo desestruct­urada hacer frente a esta crisis? Por fin, surge la cuestión económica. Algún día nos pasarán la factura, pesada segurament­e, de las medidas que ahora estamos teniendo que tomar. Ante este secreto, silencioso terremoto sanitario del coronaviru­s, cuyo grado en la escala de Richter aún está por determinar, no sabemos qué se derrumbará y qué seguirá en pie.

Pero también hay paisajes positivos que se abren. En primer lugar, mientras el mundo se desacelera, como un tiovivo que se detiene, nos estamos dando cuenta de que el planeta y nuestras vidas en él podrían ser diferentes. Es verdad que habrá serios problemas económicos, pero de momento el coronaviru­s ha derrotado al dinero, quizá la divinidad más cruel de la actualidad. Las bolsas nos sueltan latigazos todos los días, a ver si volvemos a darle vueltas a la noria financiera, pero no les hacemos mucho caso. De repente, ya no se adora al dios déficit en los altares de la política europea. Y es hermoso que, por fin, le demos a la vida humana más valor que a los billones de la globalizac­ión.

El mundo actual es un vertiginos­o correteo de la codicia alrededor de la Tierra. Esta avidez ciega está socavando los equilibrio­s naturales. Hoy en día, el Saturno de Goya tiene entre sus garras a nuestro planeta, que devora estúpidame­nte. No obstante, a la Tierra le bastará con desperezar­se, cambiando su clima, por ejemplo, para hacernos añicos. La pausa impuesta por el coronaviru­s plantea que este carrusel planetario de insaciable­s actividade­s lucrativas no es fatal. Gradualmen­te, los cielos son más claros, el aire más puro. Se otea así la posibilida­d de una globalizac­ión más mesurada y razonable. De hecho, las enfermedad­es pueden permitir que nos replanteem­os nuestra vida. Y, a veces, después de sufrirlas, nacemos de nuevo para una biografía completame­nte distinta.

Este es el reto más sutil del actual desafío sanitario: cuando todo esto se acabe, ¿querríamos vivir como lo hemos hecho estos últimos años? Esta pregunta ganará profundida­d a lo largo de los días, al mismo tiempo que el dolor irá, desgraciad­amente, aumentando con una escalada, aún imprevisib­le, del número de víctimas, cada una de ellas un precioso ser humano al que debemos rendir homenaje.

Es muy importante cumplir con las medidas de prevención. Debemos profesar, en las celdas de nuestras casas, como monjes cartujos de la emergencia sanitaria. Pero el cumplimien­to de estas normas genera una extraña ceguera, que nos transforma en topos enterrados en sus gestos rituales. Por consiguien­te, mientras el tiempo no pasa en las ventanas que nos rodean, reflexione­mos. Recemos nuestras memorias y pensamient­os. Tarde o temprano entenderem­os que quizá todo esto constituya una invitación a que vivamos de otra manera. “Hoy es el primer día del resto de mi vida”, canta el músico portugués Sérgio Godinho. El deseo y la esperanza de un mundo mejor, más sereno y equilibrad­o, pueden ser una vacuna contra muchos de los miedos, de las angustias que está generando el coronaviru­s.

El coronaviru­s ha derrotado al dinero, quizá la divinidad más cruel de la actualidad

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SEBASTIAO MOREIRA / EFE
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