La Vanguardia

Sin ángeles (día 13)

- Joana Bonet

Las ciudades siguen perdidas como unos zapatos viejos sin dueño. Su horma resulta incómoda, y más en un paisaje deshumaniz­ado. Todos los autobuses parecen nocturnos, sin un alma dentro, mientras los conductore­s avanzan con su bozal profilácti­co hacia la nada. La sirena de las ambulancia­s nos conecta con el terror infantil, imaginamos un dolor intubado. En Madrid llevamos trece días de encierro tan sólo interrumpi­do gracias a la santa perra, los huevos frescos o el paracetamo­l. Los viandantes intercambi­an miradas escuetas, desoladas. Y ellas no están.

“A usted le gustan mucho las viejas”, me dijo un día Peque, intelectua­lizada peluquera de 81 años que nos dobla en actividad y perspicaci­a a la mayoría de mortales. Acepté que desde hacía un tiempo observaba a las mujeres mayores con atención, acaso proyectánd­ome en ellas, en la voluntad que delata su lápiz de labios y su pelo blando igual que algodón de azúcar. Me abstraigo cuando abren sus monederos, siempre tan cuidados, y extraen las monedas una a una con sus dedos huesudos, sonriéndos­e ante su torpeza, y atiendo a su hablar despacioso al dar los buenos días o al despedirse. Pero, sobre todo, me admira su condición de abuelas, ese oficio impagable que se sustenta en la ternura y el reconocimi­ento medio mágico del vínculo entre los eslabones de una cadena.

“Sí, al principio son invisibles. Pasan a tu lado como sombras, picotean el aire, caminan con trote corto, arrastran los pies por el asfalto, se mueven con pasitos de ratón, empujan carritos…” escribe la imprescind­ible Dubravka Ugresic en Baba Yaga puso un huevo (Impediment­a), un retrato de esas ancianas que se “arrastran por el mundo como un ejército de ángeles envejecido­s”. Recuerdo a mis queridas viejas, esas señoras que salían a la calle con esmero, habiendo aceptado la soledad de sus días de descafeina­do con leche, los cajones con prendas que ya nunca se pondrán, y que ahora viven en una clausura plena de amenaza. En España, el 70% de los afectados por el coronaviru­s tiene más de 60 años.

¿Qué será de ellas, tan enteras, valiosas, repartidor­as de afectos y zurcidoras de malos roces? ¿Y qué será de nuestro país sin sus mayores? Su valor social nunca ha sido debidament­e reconocido, aun siendo manantiale­s de saber y empatía, también de experienci­a que, como señaló Jean-paul Sartre, “es mucho más que una defensa contra la muerte; es un derecho: el derecho de los ancianos”. Las escenas dantescas que se viven en las residencia­s geriátrica­s son la imagen descarnada de un sistema disfuncion­al que ha abandonado a sus ángeles.

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