La Vanguardia

Subida, por fuerza, al rodillo

- Margarita Puig

Son muy jóvenes. Unos críos que sonríen con desfachate­z a la cámara. Segurament­e para disimular que se sienten atrapados en su traje de primera comunión. Sí, esta foto centenaria de bordes roídos por el tiempo y en una deliciosa indefinici­ón en plateado y negro, tiene que ser de la primera comunión. Por fuerza.

El niño de la derecha, mi abuelo, es de constituci­ón fuerte (parece alto pero estoy casi segura de que nunca lo fue, ni siquiera de niño) y para ese día y esa foto de “guardar” luce un flequillo bien recortado (insólitame­nte claro) aplastado sobre sus ojos en gris transparen­te. Por mi abuela (viendo la imagen es imposible determinar el color exacto) supe que el pelo era muy rubio (“como de forastero”, decía orgullosa) y por mi misma, que conocí al niño del retrato cuando era totalmente calvo confirmé que además, (también en palabras de mi abuela), tenía los ojos “azules como el cielo en invierno, pero de verde limón casi amarillo cuando explotaba el verano o estaba muy enfadado”...

Del otro niño, su réplica exacta en esta foto que me hipnotiza, sólo sé que era su hermano. Que aunque nadie llegó jamás a creerlo, no eran gemelos. Que ambos enloquecía­n jugando a fútbol. Que eran capaces de dar hasta cinco veces la vuelta al pueblo en carreras que siempre quedaban empatadas. Que, a escondidas de su padre, mi bisabuelo Cosme (a quien, por supuesto, hablaban bajito y de usted) escapaban al galope sobre los caballos más jóvenes para festejar a las vecinas... Que en definitiva crecieron salvajes y unidos hasta que, de la noche a la mañana, ninguno de los dos amaneció en casa. Se los llevó la guerra sin permiso, sin previa. Sin consulta alguna. A uno, mi abuelo Ignasi, se lo llevaron los rojos. A su hermano, mi tío Esteve, el de la foto plateada,

Quizá muchos lo tomaron por un presumido obsesionad­o con mantener el tipo... pero sólo buscaba a su hermano

los nacionales, y no volvió nunca más a casa . Desde aquel día mi abuelo rubio cambió el fútbol, las absurdas salidas clandestin­as con las yeguas y las carreras agotadoras, por la bicicleta. Se reservaba los sábados para los tramos largos (hasta el último día: con casi 85 años recorría 200 kilómetros como si nada) pero salía a diario con el pelotón que aún circula con su nombre por las secundaria­s del Baix Penedès. Quizá muchos lo tomaron por un presumido. Un obsesionad­o con mantener el tipo. Pero yo estoy convencida de que en la carretera sólo buscaba a su hermano. De hecho paró únicamente la vez que se rompió un brazo. Entonces, de un humor fatal que le puso los ojos más amarillos que nunca, subió una de sus bicicletas de colección al rodillo. Para entrenar unos días “en seco”, decía.

Encerrada, con la mirada en amarillo y subida a mi bicicleta estática de fabricació­n casera, estoy reviviendo su desespero. Pero por fortuna, yo puedo activar el zoom para hablar con mi madre y mis hermanos. Y tengo la suerte de saber donde los tengo a todos.

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