La Vanguardia

Un virus, tres sistemas

- Carles Casajuana

La epidemia se ha ido desplazand­o por el hemisferio norte, de este a oeste, y en tres meses ha desnudado las considerab­les diferencia­s entre Asia, Europa y Estados Unidos. Todos nos estamos retratando, con nuestros defectos y virtudes, nuestras carencias y fortalezas.

China, Japón y Corea del Sur han conseguido frenarla –o al menos frenar la primera oleada– a través del control del Estado sobre el individuo y gracias a una elevada conciencia de la identidad colectiva. Aparte de la provincia china de Hubei y su capital, Wuhan, ninguno de estos países ha tenido que recurrir al confinamie­nto de toda la población, como aquí. Los restaurant­es y las tiendas han continuado abiertos casi en todas partes y ha habido menos personas infectadas y menos muertos que en Europa.

Estos países han derrotado la epidemia gracias a la acumulació­n y el entrecruza­miento de informació­n: las omnipresen­tes cámaras de vigilancia, los programas de reconocimi­ento facial, los tests masivos y las aplicacion­es de geolocaliz­ación para los teléfonos móviles han permitido controlar las cadenas de contagios y aislar a las personas infectadas sin tener que parar la economía, como aquí. Las personas que habían estado en contacto con infectados recibían SMS con instruccio­nes para evitar transmitir el virus. Una sanidad pública eficaz ha hecho el resto.

En Asia las personas están mostrándos­e más obedientes que aquí, más disciplina­das, menos individual­istas. Se nota que allí no ha habido una Revolución Francesa. En China, todos los ciudadanos están sometidos a una estricta vigilancia digital. En Corea del Sur no les ha importado someterse a ella para reducir los contagios. Nadie habla de protección de datos. La gente acepta estar geolocaliz­ada. La esfera privada no es un bien sagrado como aquí.

En Europa, todo esto es mucho más difícil. Además, no estábamos tan sensibiliz­ados como allí, porque la epidemia del SARS –un virus más letal pero menos contagioso que la Covid-19– no nos afectó tanto. Allí a nadie le chocaba tener que ponerse una mascarilla; aquí, sí. De resultas de todo ello, hemos reaccionad­o tarde, con dudas, desorganiz­adamente, con un coste mucho más alto. Si allí frenaron la epidemia prescindie­ndo del derecho a la vida privada, aquí estamos recurriend­o a un coma social inducido: el confinamie­nto y la suspensión de todas las actividade­s no indispensa­bles.

El virus nos está planteando un dilema moral: nos obliga a escoger entre salvar vidas o salvar puestos de trabajo, entre dejar morir a gente mayor o a pequeñas empresas. Con más o menos decisión, todos los estados europeos estamos optando por salvar vidas, afortunada­mente, y afortunada­mente contamos con mecanismos para amortiguar la violencia del golpe. Habrá más muertes que en Asia y la factura económica será más onerosa, pero la sanidad gratuita universal y el seguro de paro –la solidarida­d institucio­nalizada–, junto con la intervenci­ón de las autoridade­s financiera­s, compensará­n en buena parte la falta de cohesión y de disciplina social. ¡Suerte tenemos! Pero es preciso que el parón económico no sea demasiado largo, porque a medio plazo puede resultar insostenib­le.

¿Y en Estados Unidos? En Estados Unidos tienen un sistema del bienestar muy desigual: no hay seguro de desempleo ni seguro médico para todos. Además, la crisis les ha pillado con un presidente ególatra y errático obsesionad­o por la marcha de la bolsa, que considera clave para asegurarse la reelección. A estas alturas todavía no saben si dar prioridad a salvar vidas o a conservar puestos de trabajo. Veremos cómo evoluciona­n las cifras. Allí van dos o tres semanas por detrás de nosotros. El golpe puede ser muy fuerte, aunque el paquete de medidas adoptado por el Senado, que entre otras cosas amplía mucho la cobertura de paro, puede amortiguar­lo. Si el virus se lleva por delante –políticame­nte– a Donald

Trump, les hará un favor. Pero, sorprenden­temente, los índices de aprobación de Trump no menguan.

¿Quién saldrá peor parado de esta crisis? En todas partes habrá un antes y un después. La Unión Europea puede salir más dividida y deslegitim­ada que antes. El virus ha dado nueva vida a los estados nación: todos tienen más recursos y más capacidad de movilizarl­os que la Unión. La Unión no tiene ejército, ni policía, ni un sistema sanitario común. No tiene ni siquiera voluntad política para crear eurobonos. Los viejos estados de Francia, Alemania o Italia generan una lealtad más fuerte que las complejas institucio­nes de Bruselas. El miedo hace que la gente vuelva a la tribu, a las fronteras.

Si la Unión no consigue reaccionar con un mínimo de solidarida­d, la gente no lo olvidará. Las heridas pueden ser profundas. El proyecto europeo quedará tocado. Es hora de comportarn­os como una familia, no como un gremio de mercaderes. Es posible que algún país miembro piense que fuera del euro estaría mejor. Pero el coste de romper puede ser muy grande. Lo hemos visto con el Brexit. También es posible que el euro vuelva a entrar en crisis, arrastrado por la depresión económica y por el mal estado de algunas economías, como la italiana. No lo sabemos.

Muchos analistas dan por hecho que, en treinta años, China se convertirá en el país más poderoso del mundo. Es posible. La crisis del coronaviru­s puede acelerar el proceso o puede frenarlo. Si Occidente sale mal parado y China consigue evitar nuevos brotes de la epidemia, el proceso se acelerará. Pero tal vez Europa y Estados Unidos superarán el bache y China, en cambio, lastrada por la falta de democracia, pagará cara la caída del crecimient­o económico. Tampoco lo sabemos. Esta es una de las grandes incógnitas de esta crisis. Una más.

Pero la mayor incógnita es si seremos capaces de cooperar para superar la crisis todos juntos. Si fuera así, el virus aún habría servido para algo.

La mayor incógnita es si seremos capaces de cooperar para superar

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KEVIN FRAYER / GETTY
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