Escudarse en los expertos
“Haremos lo que nos digan los expertos”, “los expertos nos dicen que hagamos esto”, “hicimos lo que nos recomendaron los expertos”. Son algunas de las frases con las que altos responsables políticos han querido delimitar su responsabilidad en estos días. Algunos las han saludado como un ejemplo de vuelta a la revalorización del conocimiento que nos trae esta crisis. Me cuesta creerlo. Es más; estas expresiones ponen de manifiesto lo contrario: una escalada en la manipulación del conocimiento, cuando es más importante apoyarse en él.
En primer lugar, estas afirmaciones contradicen lo que hemos constatado hasta ahora. Como decía un epidemiólogo norteamericano, apelar ahora a los expertos es como ir al dentista sólo cuando nos duelen los dientes. Seamos claros. La pandemia no es un cisne negro, no es algo que no sabemos.
Es una contingencia global perfectamente identificada, de la que había antecedentes claros y sobre la que los expertos habían insistido activamente en la necesidad de prepararnos.
En segundo lugar, para seguir las recomendaciones de los expertos, deberíamos saber cuáles son y en qué marco se han formulado. Imposible saberlo si el flujo de conocimiento hacia el poder no está institucionalizado y no se produce con luz y taquígrafos. Así lo han hecho, por cierto, en el Reino Unido o en Francia. No me consta que aquí se hagan públicos los consensos y disensos de los expertos que asesoran a los gobiernos. Hemos sabido que se ha constituido un consejo y conocemos sus nombres, veremos alguna foto, pero desconocemos sus reglas de juego (entre ellas, las de su composición) y el contenido de su asesoramiento. En paralelo, han aparecido recomendaciones explícitas de otros expertos, aparentemente autoconvocados, pero de cuyo proceso de validación científica no tenemos constancia.
En tercer lugar, plantear que los expertos digan a los políticos lo que tienen que hacer es no entender ni a los expertos ni a los políticos. Los primeros son conscientes de su propia ignorancia y hablan en términos de proyecciones, probabilidades y conjeturas educadas, entre las que puede haber no pocos matices y discrepancias. Lejos de las prescripciones de catecismo a las que se refieren los políticos.
Los políticos, por su parte, recurren a los científicos, no porque les guste compartir o delegar su poder, sino porque son conscientes de que en este contexto su legitimidad cotiza a mínimos y necesitan ampliar apoyos para sobrevivir. La crisis eleva el riesgo de hacer política e incentiva la búsqueda de aliados que, en tiempos normales, son prescindibles. Los expertos se presentan como una especie de parapeto con el que se espera parar los golpes, no un socio con el que armar un proceso decisional de mayor calidad.
Todo ello no es casual. En España,
más que en otros países de nuestro entorno, política y conocimiento han vivido en compartimentos estancos y su relación ha tendido a ser distante. Es probablemente un resultado del carácter autoreferencial de nuestra clase política, que ha sobrevivido a todas las crisis. Esto es muy negativo en cualquier circunstancia, pero se percibe con más fuerza en una crisis, sea de naturaleza sanitaria o económica.
La relación entre políticos y expertos no puede funcionar con arreglo a la división del trabajo que ahora defienden algunos políticos o reclaman algunos expertos. Nos consta que la calidad de las políticas públicas es mayor cuando son capaces de incorporar más conocimiento, pero no cuando los expertos deciden por los políticos o cuando estos lo hacen sin contar con aquellos. La virtud está en la articulación transparente, en la deliberación informada y, en una lógica decisional en la que, por encima de los intereses, prevalezcan valores como la ejemplaridad, la prudencia y el sentido común.
Los técnicos se ven como un parapeto con el que parar golpes y no como un socio para tomar decisiones de calidad