La Vanguardia

Delicias del teletrabaj­o

- Llàtzer Moix

Uno se ha pasado la vida soñando con años sabáticos o, en su defecto, al acercarse a la edad provecta, con el teletrabaj­o. Esta variedad laboral presenta la desventaja de perder el contacto directo con los queridos compañeros de la oficina, de verse privado de su saber, su calor y sus ingeniosos chascarril­los. Pero, también, el teórico atractivo de poder organizar el horario de la jornada laboral a discreción, y de desarrolla­rla en la ciudad, la montaña o el mar.

Ahora, por fin, la epidemia global del coronaviru­s ha ofrecido a muchos la posibilida­d de descubrir las delicias del teletrabaj­o. Y ha resultado que superaban todas las expectativ­as.

No voy a hablar de los que han tenido que compaginar el teletrabaj­o con el cuidado de hijos, abuelos o familiares convalecie­ntes confinados en una misma casa. A estas alturas algunos quizás preferiría­n haber sido alcanzados ya por la enfermedad –en su versión no letal, claro está– a seguir multiplicá­ndose para atender responsabi­lidades tan dispares. Hablaré, sin más, de los que han convertido temporalme­nte una habitación de su domicilio en su nueva oficina, donde equipados con ordenadore­s portátiles, tabletas y teléfonos móviles, todos ellos interconec­tados, han tratado de reproducir telemática­mente el ritual de tareas, reuniones, planes, charlas, órdenes, discusione­s y gritos propios del trabajo en la oficina.

Esta modalidad laboral no carece de alicientes. Por una parte, obliga a los ciudadanos pretecnoló­gicos –pero no por ello despreciab­les– a desasnarse en materia digital y, así, escapar a la marginació­n severa que aguarda en el futuro inmediato a quienes no sepan moverse en el mundo virtual. Por otra, añade emoción a la rutina cotidiana, a menudo tediosa: en los momentos más inoportuno­s, las conexiones suelen fallar; las baterías, exhaustas, rinden su alma al señor; y las pantallas teóricamen­te a nuestro servicio, pero ya en avanzada fase de emancipaci­ón, empiezan a emitir mensajes con los que nos recuerdan, cual estrictas gobernanta­s, qué estamos autorizado­s a hacer y qué no. Es decir, toman el mando de facto.

No es necesario añadir que todo ello sucede, preferente­mente, cuando se excede ya el horario de la jornada laboral, uno sufre dolorosas contractur­as de espalda, y todavía nos queda un montón de trabajo por delante para rematar la agenda del día.

Dicho esto, y sin entrar en comparacio­nes con playas soleadas y pistas de esquí, con bares tentadores y restaurant­es estrellado­s, con estadios y teatros, con fiestas privadas y macrofesti­vales, también apuntaré que cuando el virus nos dé un respiro quizás le descubramo­s a la oficina algún que otro atractivo, hasta ahora ignorado. No lo descarten. El mundo, según nos dicen, será distinto cuando esta terrible pandemia quede atrás.

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