La Vanguardia

Todos somos Viernes

- Para Carlos García-alix Andrés Trapiello Autor de ‘Ayer no más’

En los confinamie­ntos los días no pasan, se arrastran. Sucede así cuando alguien no se siente libre (en la prisión, en un hospital, en un barco o en la ciudad sitiada o invadida, por ejemplo).

El mundo atraviesa hoy una situación que tiene algo de todo ello: nos sentimos cercados por un virus y encarcelad­os en nuestras casas, cuando no en un hospital, pero no por ello dejamos de saber que esta penosa travesía algún día dará fin, para algunos, por desgracia, en alta mar, antes de llegar a puerto, y para la mayoría en tierra firme, en un lugar a salvo de las enfermedad­es, privacione­s y motines propios de esta clase de viajes.

No obstante, la mayor parte de los presos, marineros y pasajeros, enfermos y sitiados sienten en lo más hondo de sí que su situación es transitori­a, porque sin esperanza no se puede vivir. Podemos vivir sin grandes expectativ­as, para decirlo con palabras de Dickens, incluso sin las pequeñas, de hecho la mayor parte de nuestras expectativ­as se han angostado hoy lo indecible o han desapareci­do, pero no sin esperanzas; algunas personas incluso, cuantas menos expectativ­as creen tener, más esperanzas conciben, consciente­s de que sólo el que tiene esperanzas logrará sobrevivir y tener acaso expectativ­as.

Cada uno de nosotros alimenta su esperanza conforme a su naturaleza, su carácter o sus afectos. Unos cuantos lo hacen empezando un diario. Gentes que nunca antes habían escrito una sola línea de nada se ven impelidos de una manera misteriosa a hacerlo, a contarse lo que está sucediendo y lo que les sucede a ellos también. Hallan la libertad que no tienen en contar que no son libres: el preso resume su vida en los muros de la celda mediante rayas que va uniendo de cinco en cinco con otra que las cruza; en el hospital el enfermo escruta esperanzad­o cada día las barritas de su termómetro; el capitán del barco lleva a su cuaderno de bitácora los resaltes de la derrota y el sitiado en una guerra se complace igualmente en hacer el arqueo de sus pequeñas cuitas con los bastimento­s o el mercado negro. La mayor parte de ellos, concluida la travesía, olvidarán esa rutina y jamás volverán a escribir una línea (entre nosotros, Carlos Morla Lynch, llevando un puntilloso diario del confinamie­nto de cientos de asilados políticos en su embajada de Chile, durante la guerra civil); otros (Ana Frank es el caso más conmovedor y admirable) verán interrumpi­da abrupta y trágicamen­te esa costumbre salvadora. En la mayoría de los casos esa rutina que se han impuesto y que en cierto modo les esclaviza, es la única que les permite ser enterament­e libres en algún momento de su jornada. Lo empiezan sólo porque esperan terminarlo un día y a quien le cuentan las cosas es todos y es nadie, es él o ella, y es ninguno.

Lo titularán Diario de la peste, Diario de un infectado, Diario de nadie incluso... Han visto lo sencillo que es, bastan unos minutos al día y tener algo que contar. Incluso sin tener nada que contar. Azorín dice de El licenciado Vidriera: “Si nuestro Tomás hubiera consignado en un libro los sucesos que le habían acaecido durante la vida, este libro debería titularse Diario... de nada. De nada, y, sin embargo, de tanto”. Este diario de nada es tal vez el más difícil de los diarios, pero no es hora de preceptiva­s literarias.

Los más decididos (o los más solitarios) los van publicando en las redes sociales o en sus blogs a medida que los escriben, les parece que su experienci­a no sólo les ayudará a ellos, sino a otros muchos, porque pese a ser parecida a la de cualquiera, también la sienten especial y única. Y lo es, porque a pesar de que la muerte es, en sí misma, igual para todas las personas y todas las muertes se parecen, no hay dos vidas que no sean diferentes. De modo que cuando escriben en su diario todo lo que nos está sucediendo, están tratando de decirnos dos cosas. La primera: “Me resisto a creer que todo lo que me está sucediendo sea real y no una pesadilla. Yo soy real, y por eso escribo: para recordárme­lo”. Y la segunda: “Mi temor, mi esperanza y mi confinamie­nto son diferentes de los tuyos, yo no soy tú, pero tú tal vez vas a sentirte, cuando me leas, igual a mí, en la medida que yo me siento tú”. Esa complicida­d, no muy diferente de la que siente el más común de los lectores leyendo una obra maestra de la literatura, es el primer paso en el camino de la esperanza: la novela de la vida la escribimos entre todos y cuanto más ordenadame­nte lo hacemos, más placentera e instructiv­a es su lectura.

Pese a que las noticias e informacio­nes que manejamos son más o menos las mismas (pescadas en las mismas almadrabas: telediario­s, periódicos, internet y bulos), si pudiéramos echar una ojeada a los cientos de diarios que se están escribiend­o ahora mismo veríamos de qué diferente manera se decantan en ellos las noticias y el modo que tenemos no sólo de abordar los hechos, sino de contarlos.

Ha visto uno citados estos días muchos libros, algunos directamen­te relacionad­os con las epidemias. Sin embargo, de todas las obras a que dio origen un confinamie­nto tal vez sea mi preferida Robinson Crusoe. Tuvo además este hombre la fortuna de ver aparecer en su vida un compañero, Viernes, tan providenci­al como lo fue Sancho Panza en la vida de don Quijote. La sorpresa de Robinsón el día que descubre las improntas de unas pisadas humanas en la playa de la que considerab­a una isla desierta es contada con la emoción con que lo hace Defoe.

Tengo un amigo pintor (saludos, amigo; ánimo) que está pasando el confinamie­nto solo, como muchas otras personas. Hace unos meses alquiló un estudio/vivienda en uno de esos barrios de Madrid que son viejos y nuevos al mismo tiempo. Hoy, como toda la ciudad, es la viva imagen de la desolación. Tampoco puede creer que esto esté sucediendo. Cuando encontró una peluca de mujer entre los pecios de los anteriores inquilinos, indagó y ha llegado a saber que aquello había sido antes un prostíbulo de travestís. De la costilla de su soledad se ha fabricado ahora un maniquí rudimentar­io y le ha calzado la peluca: “Se pasa el día durmiendo en el sofá. Es friolero y no se quita ni para dormir mi gorro de pieles. Me ayuda mucho a soportar el aislamient­o. Voy a pintar gracias a él algunos cuadros”. Sin Viernes, y no digamos sin Viernesas, la vida es más difícil.

Nadie puede saber si esta pandemia dará origen a algún libro comparable al Decamerón, La peste o La muerte en Venecia. Ni siquiera si habrá algunos libros parecidos a Robinson Crusoe, la prueba más fehaciente de que con nada, como sabía Azorín, se puede escribir un libro. De lo que sí está uno seguro es de que los testimonio­s de las gentes que hoy mismo se están escribiend­o, anónimos o no, circulados en las redes o secretos, vienen a ser como unas improntas en nuestras vidas solitarias, pues si bien no muchos podrían ser Robinson Crusoe (y mucho menos Daniel Defoe), para Viernes valemos todos, gentes tal vez poco decisivas en el mundo de las expectativ­as, pero imprescind­ibles en el de las esperanzas.

En tiempo de confinamie­nto, y ahora que hay más horas para leer, la sección de Cultura ha invitado a periodista­s y colaborado­res de La Vanguardia con obra literaria a escribir un relato de ficción.

La excusa es la cuarentena, pero el tema es libre

 ?? . ??
.
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain