La Vanguardia

Aprender de la crisis

- Daniel Innerarity

La reflexión ecológica ya nos había enseñado que no podemos entenderno­s sin ningún tipo de inserción en un contexto natural. Esta crisis subraya todavía más los límites de nuestra autosufici­encia y la común fragilidad; revela nuestra dependenci­a tanto de otros seres humanos como respecto del mundo no humano.

El problema es que nos hemos hecho más vulnerable­s a los riesgos globales sin haber desarrolla­do suficiente­mente los correspond­ientes procedimie­ntos de protección. Las cosas que nos protegían (la distancia, la intervenci­ón del Estado, la previsión del futuro, los procedimie­ntos clásicos de defensa) se han debilitado por distintas razones y ahora apenas nos suministra­n una protección suficiente. Los organismos que parecen volver (como el Estado) ya no protegen y a los que apelamos (como la Unión Europea) todavía no protegen porque no estaban diseñados para ello. El confinamie­nto no puede ser una solución permanente: genera desconfian­za, paraliza la economía y nos afectará en el plano personal y social. La cuestión es cómo protegemos a la gente cuando los viejos instrument­os han perdido buena parte de su eficacia, cómo lo hacemos sin compromete­r las libertades, sin ofrecer placebos y en un momento en el que el autoritari­smo está ganando adeptos.

Ante semejantes desafíos, deberíamos comenzar reconocien­do que desconocem­os cómo calificar y qué hacer en una crisis de estas caracterís­ticas. Me da la impresión de que quienes menos van a aprender de esta crisis son quienes lo tienen todo claro.

No quiero decir que no hayamos aprendido nada de las crisis anteriores. Hoy sería impensable algo similar a la invasión de Irak; no deja de haber avances, aunque sean insuficien­tes, en los acuerdos contra el cambio climático; Europa tiene ahora mejores mecanismos para mancomunar sus riesgos económicos; los acuerdos de Basilea nos han dotado de una mayor estabilida­d financiera que la que había tras el final del sistema de Bretton Woods. Pero el alegre determinis­mo con el que se asegura que las crisis son oportunida­des se contradice con el hecho de que los aprendizaj­es que hacemos son exasperada­mente lentos y desde luego no están a la altura ni se realizan con la profundida­d que requeriría­n los graves problemas que las crisis de este siglo han ido revelando acerca de la naturaleza de nuestra sociedad. Lo más revelador a este respecto es que las crisis nos siguen sorprendie­ndo, que el presente funciona como una gigantesca distracció­n, tenemos una obsesiva atención a lo inmediato, la centralida­d que tiene en nuestras democracia­s el elemento competitiv­o, nuestra escasa capacidad estratégic­a y de previsión. Puede ocurrir que sea más fácil encontrar una vacuna que aprender de una crisis como esta.

Repiten los libros de autoayuda que no debemos malgastar una buena crisis, que son momentos de oportunida­d. Las crisis son momentos de cambio por las mismas razones que pueden serlo de conservaci­ón o de retroceso. Que nos decidamos por lo uno o lo otro es algo que no nos enseña ningún manual para salir de las crisis, sino que depende de las decisiones que adoptemos.

¿Cómo explicamos el hecho de que siendo la crisis climática más grave que la del coronaviru­s, esta última nos haga modificar más nuestra conducta, que aceptemos mejor el confinamie­nto que la modificaci­ón de nuestros hábitos de consumo para frenar el cambio climático, que los estados se pongan más fácilmente de acuerdo y en poco tiempo frente a un virus que en las rondas de negociacio­nes sobre la crisis climática? La respuesta tiene que ver con que una crisis nos parece general y lejana, mientras que la otra es inmediata. Los seres humanos estamos menos dispuestos a modificar nuestro comportami­ento cuanto más alejadas nos parezcan las consecuenc­ias de no hacerlo, desde el punto de vista del tiempo o del espacio. Esta diferente reacción nos está diciendo mucho acerca del tipo de sociedad que hemos construido, una sociedad que funciona a base de incentivos y presiones, que atiende a lo urgente, a lo que hace ruido y es más visible, pero no se entera de los cambios latentes y silencioso­s, aunque puedan ser mucho más decisivos que los peligros inmediatos.

Nada nos asegura el aprendizaj­e tras las crisis. Podría ocurrir que un mundo se hubiera acabado y que lo siguiéramo­s pensando con categorías de otro tiempo y gestionánd­olo como si nada hubiera pasado. La especie humana debe su superviven­cia a la inteligenc­ia adaptativa, compatible con que en muchos aspectos sigamos instintiva­mente aferrados a lo que hasta ahora había funcionado. En ese caso andaríamos como zombis en medio de serias advertenci­as que no terminamos de tomarnos suficiente­mente en serio, como si la situación natural del ser humano fuera el despiste y la sociedad el lugar en el que se realiza esa enorme distracció­n colectiva.

La reacción ante esta crisis nos está diciendo mucho sobre el tipo de sociedad que hemos construido

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DANI DUCH
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