La Vanguardia

La muerte, hoy invisible

- Francesc-marc Álvaro

Me entero, leyendo el periódico, de la muerte del periodista Antonio Álvarez Solís, que relaciono con un vecino de mi infancia, que siempre compraba la mítica revista Interviú, catecismo ilustrado de la transición. La necrológic­a de este todoterren­o de la prensa aparece junto a la de Arnau Puig, prestigios­o crítico de arte y filósofo, uno de los referentes más potentes de la modernidad cultural en este país, que conocí gracias al editor Joan Sala. Me consta que, como tanta gente estos días, Puig ha podido disfrutar del calor sólo vicarial de los que le quisieron, todo indirectam­ente y sin la piel, aunque todo el personal sanitario –como mi amiga Mònica, que trabaja en una UCI– hace lo imposible por acompañar a los que se van durante estas jodidas jornadas de confinamie­nto obligado. Las mujeres y los hombres que cada día lo dan todo en los hospitales más que héroes son magos: ellos constituye­n la garantía que separa la esperanza del caos.

Morirse estos días es como morirse al cuadrado: lejos de las personas queridas, una putada que no deseamos ni al peor de nuestros enemigos. Me vienen a la cabeza las horas finales de mi madre, unos años atrás, y pienso que tuvimos la enorme suerte de poder despedirla todos juntos, siendo plenamente consciente­s del momento. Esas horas, en una habitación de hospital, fueron intensas, tristes y bellas a la vez. Que nos roben este adiós es, tal vez, lo que hace más daño de todo este show tragicómic­o que vamos representa­ndo sobre la marcha. Por mucho que las tecnología­s nos ayuden a comunicarn­os, la presencia no tiene sucedáneo. Como dice mi amigo Pau, “sólo la presencia justifica la ausencia”, de lo contrario todo se hunde y caemos al pozo oscuro, donde la indiferenc­ia se mezcla con el olvido.

Voy de una cosa a la otra, perdonen. Álvarez Solís –que hizo un viaje ideológico que muchos de su generación también emprendier­on– me conecta con el imaginario y la retórica de la transición, cuando todo hervía, cuando el hermano mayor de un amigo viajaba a Yugoslavia fascinado, y un primo se perdía en Formentera, y un cura obrero que trabajaba con mi padre decidía casarse, y los chavales íbamos a las puertas del cine a mirar “los cuadritos” de las películas de destape, y todavía había gente digna de una fábula: Pere Boig, Saragata o Cansalada, con un saco. En esa época, la muerte era bien visible. Lo tengo grabado en la memoria: mi abuelo murciano, en el ataúd, sobre su cama, un sábado de carnaval. Y por allí íbamos pasando todos, en fila india.

Que nos roben este adiós es, tal vez, lo que hace más daño de todo este show tragicómic­o

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