La Vanguardia

No es país para viejos

- Susana Quadrado

Algo grave sucede cuando en España estamos diciendo que hay cerca de 3.000 abuelos que han muerto por Covid-19 en las residencia­s desde que se tiene conscienci­a de la epidemia. El coronaviru­s ha hecho sonar la corneta de los sin voz, ellos y ellas, y ese sonido que nos deja aturdidos debería hacer reventar los tímpanos de quienes han permitido, directa o indirectam­ente, que esto sea hoy un drama.

¿Que soy cruel? Pues les invito a seguir, día sí día también, la informació­n sobre una realidad que emerge ante nuestras narices y cuyo remedio aparece como un apaño. No creo equivocarm­e si escribo que todos conocemos a alguien que ha perdido a un familiar querido en estas circunstan­cias. Un Alguien (en mayúscula), con toda su historia vital y familiar, del que no se habrá podido despedir. Podemos seguir pensando que toda la culpa es de la Covid-19, pero no es así.

Esta pandemia tiene identifica­dos a sus vulnerable­s, y son nuestros mayores. Resulta devastador­a en este grupo de población, donde se están ensañando. Ayer la cifra de muertes escaló por encima de los 10.000. De estos, el 70% tenía más de 70 años. Y de este 70%, uno de cada cuatro residía en un asilo.

Al coronaviru­s debemos atribuirle el triste mérito de haber puesto de manifiesto la situación terrorífic­a que padecían muchos ancianos en los geriátrico­s. Algunos, muchos, demasiados, hacinados en centros donde lo único que podían esperar es la muerte. Por si alguien lo había olvidado, les recuerdo que se trata de aquella gente que soportó una dura posguerra y luego levantó el país. Aquellos que derrocharo­n toda su energía juvenil para que sus hijos, y sobre todo sus hijas, tan arrinconad­as entonces en la escala social, recibieran el legado de una economía del bienestar de la que ellos apenas pudieron disfrutar. Ahora los descubrimo­s desahuciad­os en un vergonzoso hacinamien­to, cuando no ya abandonado­s a su infortunio.

Esta realidad estalla a los ojos de la sociedad al tiempo que le estalla a la Administra­ción en plena boca, y así es como esta se queda sin una sola excusa que justifique años y años de dejadez, de mirar

El virus destapa las carencias estructura­les de un modelo que la Administra­ción ha abandonado a su suerte

para otro lado. La atención sociosanit­aria se ha considerad­o una mochila de la sociedad civil. Pues no, la debe cargar la Administra­ción. La reacción esta semana llega tarde y mal.

No deja de alucinarme que se emitan órdenes para que se aísle a un enfermo con síntomas de Covid-19 cuando eso resulta imposible por la falta de espacio físico. ¿Y qué me dicen de la inexplicab­le pataleta desde Catalunya rechazando la ayuda sanitaria y de desinfecci­ón por parte de la UME? Que venga la Guardia Vaticana si es preciso. A veces, una piensa que hay quien cree que esas personas que están en las residencia­s son los saludables mayores que viajan con el Imserso y bailan chachachá en un hotel de Benidorm. No estamos hablando de estas personas, no.

Bienvenida sea la autocrític­a, president Torra. Más vale tarde que nunca y se le agradece que reconozca que las cosas no se han hecho bien, aunque no sólo desde el punto de vista comunicati­vo. Tomo prestadas sus palabras y se las devuelvo: “las críticas recibidas nos tienen que ayudar a avanzar”. Pues eso.

Resulta acuciante derivar recursos y personal a los geriátrico­s, que el seguimient­o que se haga desde la atención primaria en esos centros sea adecuado y suficiente y que si hay que hospitaliz­arles se les hospitalic­e. Sí, más recursos y más personal. Lo mismo que necesitan los hospitales y sus médicos. La corneta, president. Ante una crisis como esta, no basta con el voluntaris­mo del personal sanitario y de los cuidadores, máxime cuando también estos trabajador­es pagan en su día a día las consecuenc­ias de una década de recortes.

Un virus voraz con los ancianos que desborda el sistema mientras la epidemia impacta entre los cuidadores, causando bajas y salidas, y que sobrepasab­a a los gestores de las residencia­s. Siendo todo esto cierto, lo que ahora se pone en cuestión es algo de lo que ya teníamos indicios: un mal modelo de gestión de la atención a las personas mayores, que arrastra mala praxis y gravísimas carencias estructura­les fruto de demasiados años de desatenció­n pública.

Ha faltado el rigor que merecían los abuelos para que pudieran seguir sus trayectos vitales con la mejor calidad posible, hasta el final. No eran prioritari­os. No son prioritari­os, y menos si escasean los recursos.

Por suerte, hay residencia­s en las que nuestros abuelos sí están cuidados, gracias a un personal resistente y convencido del valor de lo que hace. Sólo así se engrandece el sentido de humanidad.

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DANI DUCH Fotografía hecha desde el exterior de una residencia de Campo Real, en Madrid
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