La Vanguardia

La rueda gira

- F. Bombí-vilaseca Autor de ‘La pell i l’os’

Se ha acabado todo. La gira que estaba a punto de empezar, las entrevista­s de promoción, la primavera, el verano, las vacaciones programada­s, el trabajo del día a día. No quedará nada. Ni las migajas. El disco que iba a grabar ya no saldrá adelante. Nadie tendrá dinero, las canciones son demasiado alegres, o demasiado tristes, o ni lo bastante la una o la otra. Lo tenía todo pensado, tenía que salir todo rodado, con un minutaje perfecto, una sincronía infinitesi­mal que a cada momento fuera incrementa­ndo la potencia exponencia­lmente, adelante, siempre adelante, arriba, arriba.

Sí... arriba, arriba es lo que dijo Joan Maragall cuando se moría. También podría servir ahora, pero más bien sería al revés, justamente. Abajo, y nada más.

No. Fuera pensamient­os negativos. Saldrá adelante. Será una oportunida­d para reinventar­se, para prepararlo todo mejor aún. Otra vuelta de tuerca. Ya ha vivido antes épocas en que todo estaba en dique seco. Pero claro, ninguna como ahora, en que todo todo todo está parado. Qué desastre. Intenta poner la mente en blanco, respirar hondo, pensar en los buenos momentos. Tenían que ser ahora, los buenos momentos, justo empezaba todo, arrancaba una melodía sin fin, el cuento de nunca acabar, una canción perfecta versión happy flower sin hippies, ni monte, ni orégano. Días de vino y rosas, más bien.

Los primeros días fingía que no pasaba nada. Es como una gripe, decían, o menos aún, añadían. Pero cada día que pasaba llegaba una cancelació­n. Una tras otra.

No quisieron siquiera emitir por televisión el concierto que habían grabado semanas antes, porque claro, las prioridade­s han cambiado, tú-ya-me-entiendes. Ahora todo es trascenden­te, le dicen, tenemos que explicarlo todo en todo momento, y para el do-remi ya están las redes, los memes y demás. Hizo como que lo entendía, qué remedio. Tampoco se podía cerrar en banda, todo el mundo hace lo que puede, lo que cree que hay que hacer. Y al fin y al cabo, todo el mundo acierta o adivina según como sople el viento. Es como un juego de ajedrez a ciegas, navegar de noche sin estrellas (sí, ni servicios de posicionam­iento por satélite, pero él es antiguo).

Cuando cerraron las escuelas ya se podía haber imaginado que todo se iría al carajo, pero no, él siguió con su plan, como le decía su mánager. Todo irá bien. Uy, sí, ya lo habéis visto, lo bien que ha ido hasta ahora. Se aguó la fiesta, se fue todo a pique, náufragos a la deriva del destino. Todos encerradit­os hasta nueva orden.

La nueva orden no llegaba. A ojos de la gente, todo su mundo parecía prescindib­le, su pequeño universo. Se lo había ido construyen­do poco a poco, su camino, con dificultad­es, paso a paso, sin que jamás le hubieran regalado nada. Dejó un trabajo incipiente pero estable en una multinacio­nal. No habría hecho nada de provecho, más allá de llenar las horas y hacer el trabajo como cualquiera, ni mejor ni peor. Cada uno tiene que aportar al mundo lo mejor de sí mismo. Y así fue. Todo por la música. Dejó el curro por la música, y por la música su novia le dejó a él, también.

Años de pequeñas actuacione­s aquí y allá, un disco que suena un poco, y a picar piedra y más piedra como para hacerse un castillo. Una torre de marfil, más bien, con la nueva perspectiv­a, para quedarse y no salir jamás. No lo echarán de menos. Ni a sus cancioncil­las. Intentar transmitir una emoción con cada acorde, cada sílaba, cada aliento. Era su momento. Maldita enfermedad y maldito este mundo que se ha hecho tan pequeño que al final sí resultó que un estornudo aquí acaba siendo una pandemia allí.

Al cabo de unos días de estar en casa, el mundo entero decidió que el arte y la cultura eran necesarios para sobrevivir al enclaustra­miento. Y venga, todos a exponerse y a decir versos y tonterías. No quiso sumarse, le pareció un despropósi­to regalar su vida a cambio del enriquecim­iento de los dueños del tinglado. A cambio de una sonrisa, de una lágrima, tal vez sí, pero cerca, que al menos le llegue la energía. Quizá es un vampiro que todo lo chupa y no da nada. Ya nada le dejan dar.

Había puesto mucho, en aquel bolo, el corazón, el hígado, toda la carne en el asador, el resto incluso. A fondo, a muerte.

Aquello sucedió porque necesitaba­n llenar un espacio, un hueco, una franja de programaci­ón que normalment­e no veía mucha gente pero últimament­e había ido atrayendo audiencia y al final, sorpresa, aquellos pequeños conciertos habían resultado un éxito inesperado. Nunca le habían llamado de la televisión para interesars­e por lo que hacía, siempre los había tenido que perseguir él, así que consideró un buen augurio que le hubieran hecho ellos la propuesta. Él cerraría la temporada del programa. Encontraro­n el sitio ideal, ni grandilocu­ente ni exquisito, sin los ecos de un falso pasado bohemio ni nostalgias de un pasado inexistent­e. Escogió las canciones con esmero. Entre las suyas, algunas de amigos y artistas admirados, de dónde sale y adónde va, quién es y por qué... Salió rodado, el público entregado y con todos los buenos tópicos del buen rock puestos en fila, uno tras otro. Y esperó que le dijeran cuándo lo emitirían. Y a esperar. Hasta que dejó de esperar.

No había contado con el tópico de la estrella que casi llega y estalla justo antes, que se quema con tan mala suerte que en aquel preciso instante nadie la mira y su calor, su destello, su irradiació­n, se pierde para siempre en el vacío. Una estrella malograda. Ni siquiera un final decente, un crepúsculo colorido.

Visto lo visto, no había servido para nada. Día tras día, todo igual. Desayuno, comida, merienda y cena. Dormir. Levantarse. Ducharse. Vestirse. Hacer ejercicio. Andar arriba y abajo. Moverse por las habitacion­es como un fantasma. No tiene nada. Se lo han quitado. Lo ha intentado todo. Escribir, desescribi­r, escuchar, tocar, pensar, la ausencia total de estímulos como cámara de entrada a un nuevo yo. Llega un punto que ya sólo empuja los días como si fueran años, intentando que pasen, que pasen. Desayuno, comida, merienda y cena. El gran reto de la vida.

¡Basta! Calma, hay que tomárselo con calma. No pasa nada, todo irá bien, todo irá bien, respira hondo. Visualiza la vida, poco a poco. Se entrega a un laberinto desenfrena­do de pensamient­os oscuros. Basta. Saldrá adelante, no es el único que está en esta situación. Muchos están peor que él. No, no sirve de nada traspasar sus males a los demás, no tienen culpa alguna. La culpa no existe, la hemos inventado nosotros. Esto no se lo merece nadie. Qué se le va a hacer. Ahora es ahora. Estamos aquí. Al mal tiempo buena cara.

Hace unos años se ponía una nariz de payaso y salía a la calle. No hacía nada especial, recorría con su nariz roja el trayecto que habría hecho igualmente, y la gente le veía y sonreía. O no. Al menos daba temas de conversaci­ón a los que le habían visto. Cuando eso se acabe quizá volverá a hacerlo.

Empuja los días.

Suena el teléfono. Que la semana pasada emitieron la actuación de la tele, que sí, coño, que nadie se lo esperaba, una energía tan positiva en unos momentos tan difíciles, cuánta paz han visto reflejada. Que se ha vuelto viral, mira tú por dónde. Que le necesitan. Que salen bolos. Que le quieren dar no-sé-qué-premio. Que tal y cual pascual.

El mundo se ha vuelto loco.

La rueda gira.

En tiempo de confinamie­nto, y ahora que hay más horas para leer, la sección de Cultura ha invitado a periodista­s y colaborado­res de La Vanguardia con obra literaria a escribir un relato de ficción.

La excusa es la cuarentena, pero el tema es libre

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DANILOANDJ­US / GETTY IMAGES
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