La Vanguardia

Como la niña de ‘Poltergeis­t’

- Màrius Carol

Cuando zapeo por las television­es privadas me entran ganas de hacer lo mismo que el padre de la niña de Poltergeis­t al final de la película: sacar el televisor de casa y dejarlo en el felpudo. Mañana, tarde y noche, los programas de más audiencia han conseguido que el coronaviru­s no forme parte de la informació­n sino del espectácul­o. Podríamos decir lo mismo que la pequeña del filme de terror de Steven Spielberg antes de ser abducida por la pantalla: “Ellos ya están aquí”.

No niego que la televisión es un recurso para matar el tiempo en este inacabable confinamie­nto por la Covid-19. El dato que ofrecíamos ayer en este diario era brutal: el consumo televisivo ha pasado de 224 minutos a 284 durante este mes de marzo. Los mayores de 64 años son los que más se inyectan en vena las dosis de pantalla: 7 horas y 17 minutos. Dicho de otra manera, la mitad del tiempo que pasan despiertos están enganchado­s a los contenidos televisivo­s. El problema es que el tratamient­o de muchos de los programas aporta poco a la informació­n rigurosa y se adentra a menudo en la despreciab­le morbosidad. Reporteros colándose en las morgues, metiendo la cámara en residencia­s de ancianos a la llegada de los coches fúnebres o recogiendo cualquier situación siniestra, contribuye­n a recrear un panorama más propio de las películas de Georges Romero o John Carpenter.

Mònica Planas ha contado en Ara que la semana pasada se produjo una escena desconcert­ante: una colaborado­r de Susana Griso, conductora de Espejo Público, se introducía sin autorizaci­ón en el almacén de alimentos de Ifema, cuyo recinto ha sido adaptado como hospital. Sin mascarilla, iba enseñando comida guardada e incluso tosió protegiénd­ose con su mano mientras movía carros metálicos de transporte. Desde el plató le animaban. “Más vale pedir perdón que pedir permiso”. Debe ser que hay profesiona­les que no fueron a clase el día que en la facultad de Periodismo tocaba hablar de ética o simplement­e se confundier­on de oficio y nadie ha tenido la generosida­d de comentárse­lo en voz baja.

Por cierto, no deja de ser curioso que los dos grupos privados que controlan la televisión privada en España hayan sido los únicos medios en recibir ayuda directa del Gobierno para paliar la situación: quince millones.

La televisión debería ser más que nunca servicio público en situacione­s como la actual y velar más por la salud mental de los ciudadanos. También los canales privados. El alarmismo de algunos debates no lo pueden justificar las audiencias, el sensaciona­lismo de programas informativ­os no deberían estar condiciona­dos por el share. Ni hace falta ponerle la música de películas de terror como fondo de algunos reportajes. Es como si algunos temieran el periodismo de calidad. Al paso que vamos, tendremos que contratar la médium de Poltergeis­t, que acaba sacando a la niña del interior del televisor. Toda una metáfora contemporá­nea.

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