La Vanguardia

Serenidad entre los muertos

El cementerio de Green-wood, en Brooklyn, amplía horario para que los vivos encuentren la paz

- FRANCESC PEIRÓN

LNueva York.correspons­al

a muerte se ha hecho presente en Estados Unidos, una sociedad que se caracteriz­a por no pensar más allá de la próxima nómina.

Las imágenes de cuerpos cargados en grúas hasta camiones refrigerad­ores –convertido­s en morgues rodantes en esta época de pandemia– o la soledad en las calles de una metrópolis que ha perdido su idiosincra­sia contribuye­n a tomar conscienci­a del factor biológico. Inevitable, por mucho que se mire a otro lado.

Sin embargo, en esta época de distancia social, condición que deniega el espíritu esencial de una ciudad, forjada para la convivenci­a y la proximidad, un cementerio de Brooklyn aspira a ser el refugio de los vivos.

Los neoyorquin­os todavía gozan del beneficio de poder salir de casa e ir a sus parques a pasear o a hacer ejercicio. Pese a que no registran la afluencia habitual, las zonas verdes son el escape al estrés de confinarse entre cuatro paredes y en ocasiones registran una densidad no recomendab­le.

La necrópolis de Green-wood, lugar histórico en el barrio de Sunset, ha ampliado su horario de visitas para ofrecer a los ciudadanos aire fresco, calma y serenidad en los paseos. Su puerta principal abre ahora de siete a siete.

Este camposanto, de 203 hectáreas, en el que se ubica Battle Hill, la cima más alta de Brooklyn, prohíbe cualquier tipo de ejercicio que no sea caminar, lo que le diferencia de cualquier otro parque de la Gran Manzana.

Los perros tampoco están permitidos. Y eso que aquí reposan hasta la eternidad algunas mascotas junto a sus amigos humanos. Uno se llama Fannie. En su propia tumba, la lápida recoge un poema cuyo primer verso reza:

“¿Sólo un perro, dice usted, señor crítico?...”.

Reposa al lado de sus protectore­s, el matrimonio Howe. Elias Howe (1819-1867) fue un aprendiz de mecánico que acabó convirtién­dose en el pionero de la máquina de coser. No su inventor, aunque sí el que la perfeccion­ó y la dio la forma conocida.

Paz entre los muertos. Fundado en 1838, su primera residente fue Sarah Hanna. Este cementerio laico –no está reservado el derecho de admisión a ningún difunto– cuenta hoy con más de 600.000 almas a buen cubierto entre mausoleos espectacul­ares, con iluminació­n interior, y otros discretos. Tiene una larga lista de personalid­ades que configuran parte de la historia de Estados Unidos, para lo bueno y lo malo, de altruistas a mafiosos.

Según la organizaci­ón, Greenwood se diseñó para ser un tipo diferente de experienci­a. Es mas contemplat­ivo y menos recreacion­al e intenta conectar a los visitantes con la naturaleza. Calificado por algunos de “turismo de sepulcros”, a sus responsabl­es les satisface servir de espacio verde para la gente que quiere escapar de lo cotidiano.

Lo que sucede en Greenwood, con su oferta al público de cuestas, senderos y laberintos, se sitúa en el polo opuesto de lo que ocurre en esa tumba gigante del bajo Manhattan que recuerda a los difuntos del 11-S del 2001.

El Memorial y Museo está cerrado, mientras que los dos estanques, emplazados en lo que fue la base de cada una de las Torres Gemelas, se encuentran acordonado­s. Los turistas, principale­s transeúnte­s, han desapareci­do.

En los mármoles de esos estanques están escritos los nombres de los que cayeron en los atentados. La dirección del Memorial instauró en el 2013 la tradición de colocar una rosa blanca en el nombre de aquellos que habrían cumplido años esa jornada.

Al estar cerrado, como el resto de museos de la ciudad, los trabajador­es de esa institució­n no pueden cumplir ese ritual. Esta práctica, una luz en tiempos inciertos, no se ha perdido. La tarea se ha encomendad­o a los trabajador­es de seguridad, cuyos empleos figuran en la lista de esenciales.

En Green-wood, un auténtico museo al aire libre, también hay gente que a menudo va y pone flores en las tumbas. Son anónimos atraídos por los que allí descansan. No hace falta que sean los ocupantes de los recintos más espectacul­ares o pretencios­os.

Ramos y banderitas de las barras y las estrellas junto a una placa sin alarde alguno, salvo la identidad de su ocupante: Leonard Bernstein, compositor de West Side Story y mucho más.

Caminando por allí aparece otra lápida estoica. A un lado, un bote con lápices. Ahí reposa el pintor Jean-michel Basquiat.

Como contraste, el memorial del 11-S se ha vaciado, pero sigue honrando con rosas a los difuntos

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ANDREW KELLY / REUTERS

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