Transformaciones
Narrativa La sorprendente literatura de Wilcock
La biografía de Juan Rodolfo Wilcock (Buenos Aires, 1919-Lubriano, Italia, 1978) parece igualar en imaginación –lo que es muchísimo decir– a la de su escritura. De padre inglés y madre argentina, estudió Ingeniería Civil, para entregarse exclusivamente, desde muy joven, a la literatura. Fue traductor de, entre otros, Shakespeare, Kakfa, Beckett, Wittgensstein, T. S. Eliot o Graham Greene. Empezó como poeta, con libros como Libro de poemas y canciones (1943) o Los hermosos días (1946). Poesía tradicional de endecasílabos y sonetos que no anunciaba al prosista. Crítico incisivo, colaboró en la revista Sur de Victoria Ocampo, para entablar amistad con autores afines, como Silvina Ocampo, Bioy Casares o Borges.
En 1957 se trasladó definitivamente a Italia y reescribió varias de sus obras al italiano, lengua que aprendió por su cuenta en Buenos Aires. Participó en las tertulias de María Zambrano en Roma y fue amigo de Calvino, Moravia, Elsa Morante, Ennio Flaiano o Pasolini, para el que actuó en El evangelio según San Mateo. Su primera novela, Los dos indios alegres (1973, Random House Mondadori, 2001), es tal vez su obra más celebrada. En 1981 Joaquim Jordà tradujo para Anagrama La sinagoga de los iconoclastas. Muy popular, de compleja personalidad, para el prologuista de esta edición de El libro de los monstruos, Luis Chitarroni, fue “un receptor interminable de rumores y anécdotas entre quienes lo conocieron y hoy lo reconocen”. Acabó recluyéndose en su casa de campo de Lubriano.
Pocas literaturas en lengua castellana superan a la argentina en audacia, fertilidad imaginativa o ruptura de las convenciones. Podemos mencionar, dentro de una enorme variedad de registros, a Leopoldo Marechal, Roberto Arlt, Macedonio Fernández, Borges, Bioy Casares, Silvina Ocampo, Witold Gombrowicz o Julio Cortázar. Pues bien: es posible que ninguno de ellos vaya tan lejos como Wilcock. El libro de los monstruos está integrado por una serie de textos que pocas veces pueden confundirse con el relato y para los que los distintos personajes se transforman, como el Gregorio Samsa de Kafka, en seres monstruosos o, mejor dicho, de apariencia monstruosa. Para su
autor, como nos recuerda el prologuista, “no estaríamos en presencia de una colección de fragmentos sino de un libro narrativo cuya secreta unidad consiste en el hecho de que sus personajes nunca llegan a encontrarse”. Anastomos, en el texto con que se abre el libro, “está hecho todo de espejos o, para ser precisos, todo cubierto de espejitos”. Espejos donde podemos contemplar la realidad de la naturaleza humana, como en Alasumma: “En él la naturaleza ha querido refutar, al menos una vez, la irrefutable, casi lastimosa fealdad de la desnudez humana: este animal despellejado y deforme, esta pobre imitación de un simio al que milenios de mezquindad han dejado sin pelo, paradigma del monstruo”.
Cada texto lleva el nombre del personaje –68 en total–, nombres curiosos que
no sugieren una relación simbólica. Simplemente forman parte de la extravagancia o, más exactamente, de una anormalidad que acaba por parecernos normal, como acaba por parecernos normal la “unidad” de un zoológico. Ya que no hay narración, el anticlímax suele ser un final contundente.
Pronto nos familiarizamos con las sucesivas transformaciones. Zulemo Moss en cenicero, Primio Doppo en una masa de pelos, Fulvia Net en una charquito de podredumbre… Inevitablemente, cuando salimos ala calle–es un decir–exclamamos:“¡ qué rara es la gente normal !”.|