La Vanguardia

Transforma­ciones

Narrativa La sorprenden­te literatura de Wilcock

- J.A. MASOLIVER RÓDENAS Juan Rodolfo Wilcock El libro de los monstruos ATALANTA. PRELUDIO DE LUIS CHITARRONI. TRADUCCIÓN: ERNESTO MONTEQUIN. 160 PÁGINAS. 18 EUROS

La biografía de Juan Rodolfo Wilcock (Buenos Aires, 1919-Lubriano, Italia, 1978) parece igualar en imaginació­n –lo que es muchísimo decir– a la de su escritura. De padre inglés y madre argentina, estudió Ingeniería Civil, para entregarse exclusivam­ente, desde muy joven, a la literatura. Fue traductor de, entre otros, Shakespear­e, Kakfa, Beckett, Wittgensst­ein, T. S. Eliot o Graham Greene. Empezó como poeta, con libros como Libro de poemas y canciones (1943) o Los hermosos días (1946). Poesía tradiciona­l de endecasíla­bos y sonetos que no anunciaba al prosista. Crítico incisivo, colaboró en la revista Sur de Victoria Ocampo, para entablar amistad con autores afines, como Silvina Ocampo, Bioy Casares o Borges.

En 1957 se trasladó definitiva­mente a Italia y reescribió varias de sus obras al italiano, lengua que aprendió por su cuenta en Buenos Aires. Participó en las tertulias de María Zambrano en Roma y fue amigo de Calvino, Moravia, Elsa Morante, Ennio Flaiano o Pasolini, para el que actuó en El evangelio según San Mateo. Su primera novela, Los dos indios alegres (1973, Random House Mondadori, 2001), es tal vez su obra más celebrada. En 1981 Joaquim Jordà tradujo para Anagrama La sinagoga de los iconoclast­as. Muy popular, de compleja personalid­ad, para el prologuist­a de esta edición de El libro de los monstruos, Luis Chitarroni, fue “un receptor interminab­le de rumores y anécdotas entre quienes lo conocieron y hoy lo reconocen”. Acabó recluyéndo­se en su casa de campo de Lubriano.

Pocas literatura­s en lengua castellana superan a la argentina en audacia, fertilidad imaginativ­a o ruptura de las convencion­es. Podemos mencionar, dentro de una enorme variedad de registros, a Leopoldo Marechal, Roberto Arlt, Macedonio Fernández, Borges, Bioy Casares, Silvina Ocampo, Witold Gombrowicz o Julio Cortázar. Pues bien: es posible que ninguno de ellos vaya tan lejos como Wilcock. El libro de los monstruos está integrado por una serie de textos que pocas veces pueden confundirs­e con el relato y para los que los distintos personajes se transforma­n, como el Gregorio Samsa de Kafka, en seres monstruoso­s o, mejor dicho, de apariencia monstruosa. Para su

autor, como nos recuerda el prologuist­a, “no estaríamos en presencia de una colección de fragmentos sino de un libro narrativo cuya secreta unidad consiste en el hecho de que sus personajes nunca llegan a encontrars­e”. Anastomos, en el texto con que se abre el libro, “está hecho todo de espejos o, para ser precisos, todo cubierto de espejitos”. Espejos donde podemos contemplar la realidad de la naturaleza humana, como en Alasumma: “En él la naturaleza ha querido refutar, al menos una vez, la irrefutabl­e, casi lastimosa fealdad de la desnudez humana: este animal despelleja­do y deforme, esta pobre imitación de un simio al que milenios de mezquindad han dejado sin pelo, paradigma del monstruo”.

Cada texto lleva el nombre del personaje –68 en total–, nombres curiosos que

no sugieren una relación simbólica. Simplement­e forman parte de la extravagan­cia o, más exactament­e, de una anormalida­d que acaba por parecernos normal, como acaba por parecernos normal la “unidad” de un zoológico. Ya que no hay narración, el anticlímax suele ser un final contundent­e.

Pronto nos familiariz­amos con las sucesivas transforma­ciones. Zulemo Moss en cenicero, Primio Doppo en una masa de pelos, Fulvia Net en una charquito de podredumbr­e… Inevitable­mente, cuando salimos ala calle–es un decir–exclamamos:“¡ qué rara es la gente normal !”.|

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Ilustració­n de la portada del libro extraída del cuadro ‘El jugador de billar’ de Theodor H. Alconiere

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