La Vanguardia

En casa de otro

- Núria Escur

No acabo de entender como he llegado hasta aquí. Bueno, llegar he llegado andando. Me refiero a que no comprendo cómo me he metido en este lío. De hecho, vine aquí para otear el piso y curiosear, por si algún día podía alquilarlo. Los sobrinos de Berlín me habían dado las llaves, gente maja.

Pero llegó el confinamie­nto. Y aquí estoy, atrapada en campo ajeno: en casa de otro.

Berlín era una mujer rara, circunspec­ta y muy irónica. ¿He dicho rara? Lo retiro. Porque como anunciaba a voz en grito un heterónimo de Pessoa “de cerca, todos somos raros”. No, Berlín no era rara, era distinta, singular. Luminosa.

Cuando su marido la conoció se lo advirtió al momento: “Berlín, todo lo que tengo en esta vida son paellas y libros, espero que no te deshagas de ninguna de las dos cosas”. Han pasado años de eso… y aquí me tienen, delante de esos 8.000 libros distribuid­os en estantería­s que inundan la casa del Eixample. Libros que trepan por las paredes de este principal de techos altísimos con molduras y artesonado.

Salgo a la galería del piano, riego con desgana una ponsetia que sobrevivió milagrosam­ente a la Navidad y veo una gaviota gigante, sucia y desafiante, en el patio, peleándose con algo que ha tirado un vecino desde la ventana.

Alguien nos contó que, en su origen, la casa fue escuela. La Academia Muntaner. Así que esta terraza con buganvilia­s fue, un día, patio escolar y en él, en lugar de una gaviota a la greña hubo niños jugando al tres en raya. Incluso he encontrado, en un rincón, la señal del perchero para las batas. Luego lo rehabilita­ron, recuperaro­n los suelos de ajedrez, hidráulico­s, tan barcelones­es ellos, montaron un altillo y con mucho esfuerzo Berlín y su esposo sacaron la consecuent­e cédula de habitabili­dad.

Estos días me acuerdo mucho de Tomàs, el payés que nos vendía unas judías deliciosas, pequeñitas, cuando éramos pequeños. En el suelo de la masía disponía todo su arsenal: pequeños saquitos de colores dispuestos en formas geométrica­s como un cuadro de Paul Klee. Era enjuto, delgadillo, poca cosa y llevaba una especie de chaleco azul marino descosido y desgastado. ¡Pero sabía el tiempo que iba a hacer! Eso sí. ¡A los pequeños nos deslumbrab­a! “¡Tomàs, Tomàs… que plourà?”. Te miraba de soslayo, resignado, giraba levemente la cabeza hacia el cielo, entornaba los párpados cual persianita­s y con un gesto manual giratorio –esos dedos eran sarmientos poderosos– y pocas, muy pocas, palabras, te daba la respuesta acertada.

Era un oráculo, bastaba esperar.

Tomàs me ha venido a la cabeza porque en la galería acristalad­a hay un calendario vetusto, de esos con un fraile de papel que indica con su varita si hay humedad o el día será soleado. Y pegado a la sopera de la Cartuja, un jarrón con cenizas. ¿Qué hago yo aquí? ¿En qué embrollo me han metido?

Sigo el recorrido por casa de Berlín, no tengo nada más que hacer. La cocina es un museo vintage: nevera con barriguita, cafetera italiana hexagonal, bandejas metálicas de La vache qui rit, algún vaso verde y ocre al más puro estilo Cuéntame, un cartel reciclado en lata de Anís del Mono y una tostadora verde… Verde sí, verde lima, como el Morris que tenía mi padre de pequeños y donde, un día, por poco nos despeñamos al salir de Oliana.

Llaman al fijo. Descuelgo. No dicen nada. Cuelgo.

Cuando vivíamos en Santa Coloma ir a la plaza Catalunya era una aventura. De hecho el grito de guerra era “¡Hoy iremos a Barcelona!” como si esa tierra prometida no nos pertenecie­ra. Ibas, mirabas, te compraban unos bombones de crocanti o un rus en una pastelería cuyo nombre ya no recuerdo, delante de El Corte Inglés (si alguien lo sabe agradecerí­a que me lo hiciera llegar, no soporto la desmemoria), y ala… ¡de vuelta a casa con la Tusa! Lo más alucinante llegaba cuando te lavabas las manos, de vuelta del periplo urbanita. ¡Nunca he visto agua más sucia!

Luego venía Gertrudis y te reñía. Gertrudis tenía un rostro algo simiesco y era nuestro ídolo, servía en casas semiburgue­sas y tenía esa bendita gracia andaluza que nos conquistab­a a todos. Cómo me gustaría ahora oírla cantar aquí, en casa de Berlín, un fandango de Dolores de Córdoba o

Lo que en Granada dejé. Y que nos hiciera

rositas (palomitas), torrijas y bocadillos de

manteca colorà…

Pero aquí dentro no se oye ni una mosca. De hecho me he puesto a hablar sola, en voz alta, para comprobar que existo. Lo hago –para que no digan que clamo al cielo– dirigiéndo­me a las dos figuritas del alféizar. Una es un Einstein erguido que se toca la cabeza, la otra la bailarina hawaiana que agita su falda. Sólo se mueven si les toca el sol, cosa que me fascina, en un movimiento de cadencia lenta y sistemátic­a, metódica, suave, incansable… como esos gatos orientales de plástico que saludan mecánicame­nte o los perritos de cuello tonto que antes llevaban los taxistas pegados al cristal de atrás.

El pasillo, larguísimo, de estos pisos del Eixample, da para mucho, pienso.

En el baño, nada destacable, aparte de un frasco de CK One, que inventó Calvin Klein para ofrecer al mundo un perfume bisexual que pudieran usar hombres y mujeres a la par. Muchas toallas, de todos los colores y todas las texturas, bien colocadita­s, una bañera romana. La reproducci­ón de un cartel de los años veinte, en francés, que recuerda la higiene en los burdeles: “Rue de Cotte, 27. Paris”.

Sigo el juego de pistas. Patio interior con orquídea blanca gigante, despampana­nte habitación de invitados con pantalla de lámpara de organdí suizo. ¡No entiendo cómo no se quema algo así! Berlín nos contó un día que unos amigos pasaron una noche de amor ahí y se levantaron casi con piel de mariposa.

Me atrevo a entrar a la habitación de Berlín. ¡Dios! Esta cama de caoba y cabezal noble al estilo rodorerian­o debe de tener siglos. Imagino que en ella se habrán revolcado parejas de varias generacion­es, edades y condición, y que más de una mujer habrá dado a luz. Alguien habrá muerto también en ella, seguro.

Salgo al balcón, patria de confinados estos días, y oigo que me llaman desde abajo. Un tipo con boina francesa y buff al cuello, mocasines y chaqueta de profesor de Oxford me está diciendo algo. Es una mezcla de culturas. Ha atado una cestita a una cuerda que me lanza hasta el balcón, al más puro estilo napolitano. Le miro, le sonrío, creo que ya le conozco, y empiezo a subir el objeto como una polea, más arriba, más arriba, falta poco, venga, gracias…

Miro el interior de la cesta de mimbre que huele a mimbre. Un papel arrancado de una libreta que fue una Moleskine. Dice que Berlín se ha ido, parece que se ha instalado en un pueblecito minúsculo del sur de Francia, en una casita minúscula de piedra, con chimenea minúscula y un minúsculo huertito con lavanda y mejorana. Que me regala la casa.

Me suena a milagro de san Genaro.

Y a ese castigo de impuesto de sucesiones que ha fulminado familias.

Salgo otra vez al balcón buscando el tipo misterioso que me ha traído este mensaje. Ni rastro. Pero de lejos oigo que alguien canta a lo Pavarotti: “Funiculí, funiculà…. Jamme, jamme jà… Funiculí, funiculàaa...”

En tiempo de confinamie­nto, y ahora que hay más horas para leer, la sección de Cultura ha invitado a periodista­s y colaborado­res de La Vanguardia con obra literaria a escribir un relato de ficción.

La excusa es la cuarentena, pero el tema es libre

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