La Vanguardia

La gallina

- Sergio Lozano

Pedro miraba fijamente a los ojos a la gallina que su abuela tenía entre los brazos. Acogotado, el animal parecía tranquilo, manso. La abuela la había traído del mercado por la mañana, y tras sacarla de la caja de cartón donde la había dejado la llevó la cocina, con el pequeño siguiéndol­a hipnotizad­o por el acontecimi­ento. Con la mano derecha, la abuela abrió un cajón y sacó de él un cuchillo grande y afilado que dejó junto a la pica con suavidad. A continuaci­ón asió el cuello del animal y lo acercó al desagüe, y con un ágil movimiento intercambi­ó las manos para retenerlo con la izquierda dejando libre la diestra. El niño no apartaba la mirada de los ojos de la gallina, que permanecía tranquila, o eso pensaba él. Es difícil saber lo que piensa un animal, menos aún cuando apenas has tenido contacto con ellos.

Con aparente sencillez, la abuela dobló el cuello del animal en forma de U y lo aproximó al desagüe, mientras su arrugada mano derecha cogía el cuchillo del mármol. Pedro se acercó más, poniéndose de puntillas para ver lo que hacía la abuela. El animal no ofrecía resistenci­a, no trataba de batir las alas, no cacareaba, mantenía los ojos igual de abiertos, inmóvil, como si se preguntara qué estaba pasando. Ni siquiera reaccionó cuando la abuela, como un violinista consumado, rebañó su cuello por la parte exterior, manchando de sangre el filo, que comenzó a llorar lágrimas de brillante rojo rubí. El líquido comenzó a manar hacia el desagüe, primero con fuerza, después más suavemente, y la gallina cerraba cada vez más los ojos, como si se estuviera durmiendo. Y Pedro seguía mirando la escena, y cuando la última gota de sangre salió del cuerpo del animal, todavía no había entendido que aquel acontecimi­ento suponía su muerte. Esta causalidad la descubrió años después cuando, ya mayor, la escena regresó a su memoria, llevándole a la conclusión de que la civilizaci­ón consiste en comerte una pechuga de pollo sin haber visto antes cómo despelleja­n al animal.

Todos estos pensamient­os habían regresado a su cabeza como una cadena irrompible. Acababan de anunciarle que su abuela había dado positivo del maldito virus y él, confinado, no podía ir a visitarla. Mirando al cielo a través del cristal del balcón, se preguntaba cómo se encontrarí­a, y no podía evitar imaginarla en una cama de hospital conectada a docenas de tubos y sondas, los ojos cerrados, la respiració­n controlada por una máquina. Como aquella última imagen del dictador cuyas últimas palabras, dicen, fueron “qué duro es morir”, sorprendid­o por un proceso que resultaba tan sencillo cuando era él quien lo aplicaba a sus víctimas.

La muerte que aquellos días azotaba al país no tenía autor humano, nadie que asiera el cuchillo. No tenía forma, ni olor ni color, tan sólo un nombre extraño que daba risa cuando lo oyó por primera vez, pero que a fuerza de días llenando las morgues comenzó a provocar el silencio entre la gente. Silencio en las calles, en las casas, en los supermerca­dos donde las personas hacían la compra con prisa, sin mirarse los unos a los otros, poniéndose en tensión cuando se cruzaban por los pasillos. El aislamient­o, decían los expertos, era la única solución, y el mundo, el mundo civilizado, obediente, se había aislado por completo.

Pedro pensaba en eso mientras observaba a varias personas que daban vueltas por las terrazas como hámsters en la rueda. Una fumaba un cigarrillo, otra hablaba por el móvil. Eran el único signo de vida en la ciudad sumida en el silencio, hasta que un pitido en el móvil le despertó del letargo. Era Lucía, otra vez Lucía. Sus mensajes se agolpaban sin respuesta desde hacía varios días. Primero normalidad, un intento de mantener el contacto por vía telemática. Después extrañeza por el silencio, a continuaci­ón enfado y, por último, preocupaci­ón. Ella estaba en Madrid, junto a sus padres, mientras Pedro permanecía en Barcelona, cerca de los suyos y de un trabajo que le había permitido salir cada mañana a cumplir con la jornada hasta pocos días atrás.

Cinco años hacía que compartían techo, relación estable, trabajo estable, viajes estables, vida estable, la envidia de su entorno.

Pedro lanzó el móvil al sofá con desdén, abrió la puerta y salió al balcón. El sol de la tarde le cegó los ojos y le calentó el rostro, provocando una sensación placentera tras todo el día sin salir de casa. El encierro le hacía más sensible al entorno, y percibía con mayor fuerza tactos y olores, descubrien­do placeres nuevos que de niño no había disfrutado porque no sabía que existiera otro mundo aparte de aquel en el pueblo, y de mayor habían quedado ocultos bajo los estratos de la vida cotidiana, con sus particular cromatismo, su estridenci­a disfrazada de modernidad. Encerrado por fuerza, libre de responsabi­lidades sociales y laborales, Pedro había retrocedid­o a la infancia y descubría muchas cosas como si las viera por primera vez, azuzado por el lento discurrir de las horas, que reclamaban a su paso algo con que llenarlas: el tacto de las páginas de un libro al pasarlas, el sonido de una cebolla al partirla, el silencio de la ducha al cerrar el grifo, el aroma que invadía la casa con el café de la mañana. ¿Cómo había podido perderse todo aquello, si estaba al alcance de su mano? El confinamie­nto, la imposibili­dad de huir a ninguna parte, había apartado las capas y capas de materia que habían sepultado todos estos pequeños gestos. Y Pedro descubría, a cada día que pasaba en soledad, que le encantaba aquel mundo formado por pequeñas teselas que refulgían en el silencio claustral.

Un gato recorría apacibleme­nte los tejados de la manzana, amo y señor de todo lo que excediera de las celdas donde los humanos vivían recluidos. Vagaba sin rumbo aparente, deteniéndo­se de vez en cuando, observando a su alrededor, sin prisa. Pedro le seguía con la mirada y se sentía feliz al ver aquel animal disfrutand­o de la libertad que les estaba vetada a las personas. El gato, libre, él estaba encerrado, ¿lo estaba? Cuando aquello terminara no le esperaba la libertad, sino la estabilida­d, y tal vez era hora de preguntars­e si valía la pena seguir aquel camino trillado. En la vida se puede dar la espalda a casi todo, hasta que aparece un virus de nombre extraño y gracioso recordándo­te qué eres, preguntánd­ote quién eres. Un bicho microscópi­co llega al primer mundo y arranca el manto de civilizaci­ón, de seguridad, dejándote de nuevo desnudo, frágil, sin entender qué está pasando, como la gallina en el fregadero.

El sol se escondió tras una nube, y con él la calidez que esparcía. Pedro volvió a entrar en la casa cerrando la puerta con suavidad, cogió el móvil del sofá, abrió el chat de Lucía y empezó a redactar. “Querida Lucía”, comenzó, “lamento no haber respondido antes pero...”. El cursor se detuvo en la o, impasible ante los esfuerzos por seguir escribiend­o. Pasó así mucho tiempo, mirando fijamente a la pantalla del móvil, no sabía cuánto, sólo que el sol ya se había puesto por completo cuando despertó del letargo. Borró las palabras y en su lugar tecleó “te dejo”, y a continuaci­ón pulsó el signo de “enviar”. Lanzó el móvil de nuevo al sofá y se dirigió a la habitación, abrió el armario, cogió la mochila y la llenó de ropa, todo lo que dio de sí. Echó un vistazo a lo que quedaba en su parte de las estantería­s: trajes, camisas, suéters, ropa de deporte, y cerró las puertas. Mientras tanto el móvil no dejaba de sonar, las llamadas alternaban con los mensajes. Pedro cargó la mochila a sus hombros y regresó al comedor, cogió el móvil, lo apagó y lo guardó en el bolsillo derecho del pantalón. También cogió la chaqueta, que ató a la mochila, y por último sacó del llavero la llave de casa y la dejó en el recibidor. No sabía qué le diría a la policía si lo paraban por incumplir el confinamie­nto, pero le daba igual. Estaba abriendo la puerta cuando algo pasó por su cabeza que le retuvo y le hizo cerrarla de nuevo. Dejó en el suelo la mochila apoyada en el marco y fue a la cocina, cogió una sartén, la puso al fuego, echó un chorro de aceite y comenzó a freír una pechuga de pollo.

En tiempo de confinamie­nto, y ahora que hay más horas para leer, la sección de Cultura ha invitado a periodista­s y colaborado­res de La Vanguardia con obra literaria a escribir un relato de ficción.

La excusa es la cuarentena, pero el tema es libre

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MUSTAFA HACALAKI / GETTY IMAGES / ISTOCKPHOT­O
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