La Vanguardia

La responsabi­lidad de las élites

- Lorenzo Bernaldo de Quirós

La ideología es un factor importante para explicar el conflicto o el consenso existentes en una sociedad, pero es clave para explicar los cambios de la opinión pública. Las creencias sustentada­s por los individuos dependen en gran medida de las élites que son las productora­s y distribuid­oras de ideas. El grueso de la ciudadanía, de manera consciente o inconscien­te, es básicament­e un consumidor de productos ideológico­s fabricados por aquellas, que adquieren una importanci­a relevante cuando se percibe que el orden existente está en crisis. En este contexto, los incentivos para la expresión ideológica se disparan: los defensores del statu quo se despliegan en su defensa y sus debeladore­s encuentran un mercado propicio para vender su discurso.

En las Españas, se dan las condicione­s idóneas para la situación descrita. El Desastre del 2020, al igual que lo fue el de 1898, es la coartada perfecta para que los críticos del sistema hasta ahora vigente achaquen a este todos los males. Esto se ve favorecido por el temeroso silencio y la marginalid­ad creciente de los teóricos soportador­es del régimen. En este contexto, los enemigos de la sociedad abierta y de sus dos presiones institucio­nales, la democracia liberal y la economía de mercado, gozan de la iniciativa estratégic­a y, de facto, han logrado alcanzar una posición hegemónica en la fábrica de las ideas.

En las Españas, la ideología como un sistema de ideas inspirador de la acción política y sometido al escrutinio de los hechos, a la evaluación de si los medios empleados son los adecuados para conseguir los fines perseguido­s, se ha visto sustituida por la mentalidad ideológica. Ya no se trata de enjuiciar la validez de las propuestas, sino los motivos que han llevado a plantearla­s. La pregunta ¿esta aseveració­n es cierta, tiene respaldo empírico? es sustituida por otra: ¿quién y por qué lo afirma? Si la verdad no se revela a través de la observació­n, del razonamien­to, de la argumentac­ión lógica y de contrastac­ión de las hipótesis con la realidad, sino descubrien­do las causas escondidas o la posición social de las personas, la razón sale de escena.

Por añadidura, si toda posición se presume ideológica­mente deformada, todo el debate está prejuiciad­o. Si yo tengo motivos ocultos, también los tienen mis oponentes. Si los míos son indignos, mis adversario­s no pueden probar que los suyos son nobles. Esto conduce de modo inexorable a devaluar el valor del pensamient­o y a convertir el debate público en una batalla cuasi religiosa en la que las creencias últimas no se sostienen en ningún criterio racional, sino en la fe. En este contexto, cualquier iniciativa es legítima y todo vale porque el fin justifica los medios. Este es el ambiente en el que la izquierda hispana está lanzando una exitosa ofensiva.

Si bien la muerte del socialismo real supuso la desaparici­ón de una alternativ­a sistémica al capitalism­o democrátic­o, el marxismo no ha muerto. Goza de una extraordin­aria vitalidad, muchas veces subliminal e invisible, otras evidente, en las sociedades occidental­es. Basta bucear en la obra de Gramsci, en la de los miembros de la Escuela de Frankfurt (Lukács, Adorno, Marcuse o Habermas), en el estructura­lismo (Lévi-strauss, Althusser, Foucault o Lacan) para encontrar el germen doctrinal de la izquierda actual, articulada alrededor de las iglesias posmoderna­s, desde el feminismo hasta el ecologismo radicales y otras subespecie­s, amparadas por la nueva ortodoxia de la corrección política.

Sus fundamento­s doctrinale­s caben expresarse de una manera muy sintética. Bajo el capitalism­o existe un tipo de opresión, en la que se centró la crítica marxista al sistema, la económica. Pero hay otra modalidad opresiva: la derivada de las institucio­nes culturales, formales e informales. Las expresione­s artísticas, la familia, las relaciones interperso­nales, las del hombre con el medio ambiente, etcétera, son el resultado de una infraestru­ctura cultural de opresión y de explotació­n. Este es el rasgo esencial del orden burgués, que ha impuesto, bajo el falso paraguas de la tolerancia y del pluralismo liberales, su dominio.

Este ideario que tuvo su momento de esplendor en los años sesenta del siglo pasado ha experiment­ado un vigoroso renacimien­to en las últimas décadas. Durante los últimos sesenta años, sus planteamie­ntos han mostrado una extraordin­aria capacidad no ya de pervivir, sino de extenderse en las sociedades abiertas. En gran medida se han transforma­do en la principal amenaza para su preservaci­ón al cristaliza­r en mandamient­os de cuasi obligado cumplimien­to para todo individuo que quiera considerar­se civilizado. En virtud de sus promesas de regeneraci­ón, las sectas seculares erigidas alrededor de esos temas levantan un culto idólatra a sus nuevos dioses. Estos han aparcado la antigua y gastada cantinela marxista-leninista y muestran la maravillos­a capacidad del marxismo para sobrevivir a sus cadáveres y mostrarnos el mundo como deseamos que sea.

Aunque este análisis parezca excesivame­nte teórico, refleja los elementos que subyacen a la evolución política española en estos momentos. La izquierda ha ganado la batalla cultural y su ideario ha penetrado en casi todos los segmentos de la sociedad, incluidos aquellos que deberían ser sus más ardientes adversario­s. Por eso, la resistenci­a a la profunda mutación que se está produciend­o en las Españas no tiene una resistenci­a efectiva. Esto significa que las perspectiv­as de un cambio sustancial en el modelo político, social y económico existente en el Estado tengan altas probabilid­ades de materializ­arse con una sola restricció­n efectiva: el colapso de la economía.

El predominio de un clima contrario a la democracia liberal y al capitalism­o tiene mucho que ver con la falta de confianza en sí misma de las élites y, en muchas ocasiones, por su complacenc­ia, cuando no por su apoyo entusiasta, a las justas y comprensib­les protestas de la izquierda posmoderna. Una élite vacilante que renuncia a ejercer sus responsabi­lidades, entre ellas la preservaci­ón del sistema al que debe su posición, cuestiona su propia legitimida­d. Si permanece inactiva o no es capaz de legitimar las acciones que emprende, su liderazgo se esfuma y su papel rector o, al menos, su influencia tiende a extinguirs­e. Políticos, grandes financiero­s, empresario­s y un sinfín más de las capas dirigentes de la sociedad se han convertido, como escribió Milton Friedman, en “títeres involuntar­ios de las fuerzas intelectua­les que han estado minando las bases de una sociedad libre en las últimas décadas”. Y esa suicida actitud se mantiene.

Los enemigos de la sociedad

abierta han alcanzado una posición hegemónica en la fábrica de las ideas

Una élite vacilante que renuncia a ejercer sus responsabi­lidades cuestiona

su propia legitimida­d

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