La Vanguardia

La historiado­ra de los confinamie­ntos más insólitos

Si pasar dos meses en casa parece hoy tan duro, qué decir de las viajeras victoriana­s obligadas a confinarse en una cabaña asediada por tigres o en una fortaleza con miles de refugiados durante las revueltas de los cipayos...

- DOMINGO MARCHENA

El confinamie­nto impuesto por la emergencia sanitaria ha obrado el milagro: Pilar Tejera (Madrid, 1958) ha aparcado las maletas. Viajera, escritora, fundadora de la editorial Casiopea y de la web mujeresvia­jeras.com, pocas personas tienen más razones que ella para quitar hierro a nuestro enclaustra­miento. ¿Por qué?

Porque Pilar Tejera ha vivido en soledad en desiertos y en selvas. Ha pasado meses en palacios y cuarteles, en barcos y chozas. Tuvo que recluirse, no para protegerse de un virus, sino de reyezuelos sanguinari­os, revueltas de nativos, tormentas y fieras salvajes. Eso sí eran confinamie­ntos.

Claro que nuestra protagonis­ta no ha experiment­ado por sí misma esas penalidade­s. Pero sí a través de los personajes de sus libros. Ha rescatado sus vidas del olvido en títulos como Viajeras de leyenda, Casadas con el Imperio, Reinas de la carretera, Viajeras

por los mares del Sur (1876-1930) y Viajeras por el Lejano Oriente

(1847-1910). Sus heroínas son damas victoriana­s de carne y hueso que rechazaron convencion­alismos sociales y recorriero­n el planeta. Con enaguas y sin miedo.

Mujeres valientes y que rompen con el tópico de las viajeras adineradas con decenas de baúles y un séquito de sirvientas. Muchas eran las esposas de oficiales y funcionari­os de Su Graciosa Majestad, como Ruth Coopland, su confinada preferida. Los motines de los cipayos la sorprendie­ron en 1857 en Gwalior, una ciudad de Madhya Pradesh, donde numerosos británicos fueron asesinados, entre ellos su marido.

Embarazada de tres meses, Ruth Coopland se ocultó en un carro con otras ocho mujeres y llegó hasta la guarnición de Agra. Allí, en el fuerte, donde se hacinaban miles de refugiados, vivió un asedio terrible de medio año y dio a luz. ¿Qué hizo cuando la metrópoli se hizo con el control? ¿Huir? ¿Regresar apresurada­mente a casa? ¡No! “Viajó por la India y no se repatrió hasta mucho después. Me la imagino en el barco que la trajo de vuelta, congracián­dose con el país que dejaba atrás”.

La escritora recuerda esta historia, recién llegada del paseo vespertino con Lucas, un pequeño schnauzer negro. “Muchísimas familias han sufrido lo indecible con la pandemia. Cada día veo por mi barrio comercios que ya nunca más volverán a abrir... pero ¿tenemos derecho a quejarnos quienes sólo nos hemos visto obligados a vivir confinados?”. Entonces se acuerda de su madre, que le decía a ella y a sus hermanas cuando eran niñas: “Ay, nenas, yo soy de alta costura, me cosieron a mano, pero vosotras sois de prêt-à-porter. Os rompéis y deshilachá­is enseguida”.

La escritora y editora, enamorada de Estados Unidos, en especial de la costa de Maine, cree que las vidas de las mujeres que ha investigad­o son “un modelo inspirador y un referente para no hundirnos ante la adversidad”. Emily Innes, por ejemplo, fue arrastrada en 1875 al fin del mundo en Malasia a raíz del nombramien­to de su marido como funcionari­o colonial. Pasó largas temporadas sola en una cabaña en medio de la jungla, sin más compañía que “los rugidos de los tigres, que hacían temblar las frágiles paredes de mi morada”.

Otras pagaron caro su coraje. Lady Hester Stanhope (17761839) convirtió Oriente Medio en su hogar. Con los años y sus excentrici­dades se ganó la enemistad de los emires y autoridade­s libanesas. Vivió sus últimos días como una eremita, enferma y arruinada en una mansión venida a menos, como la casa Usher.

Y qué decir de la austríaca Ida Pfeiffer (1797-1858). Ama de casa sin recursos, renació en su madurez. A los 50 años, sola y sin dinero, ya había dado la primera de sus dos vueltas al mundo. En sus vagabundeo­s soportó cuarentena­s extremas en barcos por miedo al cólera y otras epidemias de la época, pero no abandonó jamás la pulsión nómada que se apoderó de ella cuando vio zarpar un navío en el puerto de Trieste.

La lista de explorador­as, aventurera­s y trotamundo­s de Pilar Tejera es inacabable. Su admiración por ellas nació una lejana tarde, cuando en una librería detrás de la plaza Mayor de Madrid le regalaron una agenda. Las hojas de aquel volumen estaban decoradas con fotos e ilustracio­nes de viajeras de las que nunca había oído hablar, como la propia Ida Pfeiffer . “¿Quiénes fueron? ¿Qué hicieron?”, se preguntó aquella joven. Su pasión se transformó con el tiempo en una obsesión de la que dan cuentan hoy infinidad de artículos y una amplia y muy recomendab­le carrera literaria, como la de la periodista y escritora Cristina Morató, su amiga, con la que comparte tantas aficiones. Sus biografiad­as nunca se rindieron. Ese es el mensaje que nos envían desde el pasado. Resistid.

Las mujeres reales de sus obras no se aislaron por un virus, sino para protegerse de fieras, sátrapas y tormentas

 ?? ÁLBUM FAMILIAR ?? Feliz. Pilar Tejera ha elegido para el reportaje esta foto, del pasado verano, en Boston, una ciudad por la que siente absoluta predilecci­ón, como delata su rostro, “exultante y feliz”
ÁLBUM FAMILIAR Feliz. Pilar Tejera ha elegido para el reportaje esta foto, del pasado verano, en Boston, una ciudad por la que siente absoluta predilecci­ón, como delata su rostro, “exultante y feliz”

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