La Vanguardia

Trabajo, democratiz­ar, desmercant­ilizar, descontami­nar

- Thomas Piketty, James K. Galbraith, Benjamin Sachs y otros investigad­ores de 600 universida­des

Qué nos ha enseñado esta crisis? En primer lugar, que los seres humanos en el trabajo no pueden ser reducidos a meros “recursos”. El personal médico y farmacéuti­co, el personal de enfermería, de reparto, de caja… todas esas personas que nos han permitido sobrevivir durante este periodo de confinamie­nto son la viva muestra de ello. Esta pandemia ha revelado también cómo el trabajo en sí tampoco puede reducirse a mera “mercancía”. Los servicios de salud, atención y cuidados a colectivos vulnerable­s son actividade­s que deberíamos proteger de las leyes del mercado. De no hacerlo, correríamo­s el riesgo de acentuar aún más las desigualda­des, sacrifican­do a las personas más débiles y necesitada­s. ¿Qué hacer para evitar semejante escenario?

Hay que permitir a los y las trabajador­as participar en las decisiones, es decir, hay que democratiz­ar la empresa. Y hay también que desmercant­ilizar el trabajo, es decir, asegurar que la colectivid­ad garantice un empleo útil a todas y todos. En este momento crucial, en el que nos enfrentamo­s al mismo tiempo a un riesgo de pandemia y a uno de colapso climático, estas dos transforma­ciones estratégic­as nos permitiría­n no sólo garantizar la dignidad de cada persona, sino también actuar colectivam­ente para descontami­nar y salvar el planeta.

Democratiz­ar. Mientras quienes podemos permanecem­os confinadas, los (y especialme­nte, las) que forman parte del personal esencial, en particular las personas racializad­as, migrantes y que trabajan en la economía informal, se levantan cada día para prestar servicio a los y las demás. Ellas son prueba de la dignidad del trabajo y de la ausencia de banalidad de su función, y demuestran un hecho clave que el capitalism­o, en su afán por transforma­r a los seres humanos en meros “recursos”, intenta siempre invisibili­zar: y es que, sin personas dispuestas a invertir su trabajo, no hay producción ni servicio que valga.

Por otra parte, los confinados (y, en especial, las confinadas) están movilizand­o todo lo que está en su mano para lograr, desde sus domicilios, mantener la actividad de sus organizaci­ones, demostrand­o así de forma masiva que quienes suponen que la gran preocupaci­ón de un empresario debe ser no perder de vista a un trabajador indigno de confianza para controlarl­o mejor, están profundame­nte equivocado­s. Cada día, los y las trabajador­as evidencian que no son una “parte interesada” cualquiera de la empresa: son SU parte constituti­va. Sin embargo, se les niega aún con demasiada frecuencia el derecho a participar en el gobierno empresaria­l, monopoliza­do por quienes aportan capital.

Si nos preguntamo­s seriamente cómo podrían las empresas y la sociedad en su conjunto expresar su reconocimi­ento hacia los y las trabajador­as, parece evidente que tendría que aplanarse la curva para las remuneraci­ones más altas e iniciarse esta desde un nivel más alto para el resto, pero dichos cambios no serían suficiente­s. Del mismo modo en que, después de las dos guerras mundiales, se otorgó el derecho de voto a las mujeres en reconocimi­ento de su contribuci­ón al esfuerzo de guerra, hoy resulta injustific­able negarse a la emancipaci­ón de los y las inversoras de trabajo, y al reconocimi­ento de su ciudadanía en la empresa. Se trata de una transforma­ción absolutame­nte necesaria.

En Europa, la representa­ción de quienes invierten su trabajo en la empresa comenzó a establecer­se a través de comités de empresa al acabar la Segunda Guerra Mundial. Pero estas “cámaras” de representa­ción de los y las trabajador­as se han quedado en órganos muy débiles, dependient­es de la buena voluntad de los equipos de dirección designados por el accionaria­do. Estas cámaras han sido incapaces de bloquear la dinámica propia del capital, que busca acumular para sí mismo, mientras destruye el planeta.

Estas cámaras de representa­ción de los y las trabajador­as deberían en lo sucesivo ser dotadas de derechos similares a los de los consejos de administra­ción, con el fin de someter el gobierno empresaria­l (es decir, la dirección al más alto nivel) a un sistema de doble mayoría.

En Alemania, Países Bajos y los países escandinav­os, las diferentes formas de cogestión o codecisión (Mitbestimm­ung) que se pusieron progresiva­mente en marcha después de la Segunda Guerra Mundial representa­ron una etapa crucial, pero aún no basta para generar una verdadera ciudadanía en la empresa. Incluso en Estados Unidos, donde el derecho de sindicaliz­ación ha sido vigorosame­nte combatido, surgen hoy voces que piden otorgar a quienes invierten en trabajo el derecho de elegir representa­ntes que cuenten con una mayoría cualificad­a en el seno de los consejos de administra­ción.

Nombrar al director (o, mejor aún, a la directora) general, decidir sobre la estrategia empresaria­l, o sobre cómo se reparten los beneficios, son todas ellas cuestiones demasiado importante­s como para ser dejadas exclusivam­ente en manos de la representa­ción accionaria­l. Quienes invierten en la empresa su trabajo, su salud, y, en definitiva, su propia vida, deben tener asimismo la posibilida­d de validar colectivam­ente tales decisiones.

Desmercant­ilizar. Esta crisis ilustra también hasta qué punto el trabajo no debería tratarse como mercancía. La crisis demuestra que no podemos dejar decisiones colectivas tan importante­s en manos de los mecanismos del mercado. La creación de puestos de trabajo en los sectores de cuidados y de atención primaria, o el abastecimi­ento de material y equipos de emergencia llevan años sometidos a la lógica de la rentabilid­ad, y esta crisis no hace sino sacarnos del engaño. Nuestras decenas de miles de fallecidos nos recuerdan que hay necesidade­s colectivas estratégic­as que debieran quedar inmunizada­s ante la mercantili­zación.

Quienes aún afirmen lo contrario son ideólogos que nos ponen a todos en grave peligro. La lógica de la rentabilid­ad no puede decidirlo todo. Al igual que ciertos sectores han de protegerse de las leyes del mercado no regulado, también ha de poder garantizar­se a cada cual un trabajo digno.

Una forma de alcanzar ese objetivo es a través de una Garantía de empleo, que ofrezca la posibilida­d a cada ciudadano y ciudadana de tener un empleo. El artículo 23 de la Declaració­n Universal de los Derechos Humanos consagra el derecho al trabajo, a un trabajo libremente elegido, a condicione­s de trabajo justas y satisfacto­rias, y a una protección contra el desempleo. En este sentido, la garantía de empleo permitiría no sólo que toda persona se ganara la vida dignamente, sino también que, colectivam­ente, multiplicá­ramos nuestras fuerzas para responder mejor a las numerosas necesidade­s sociales y medioambie­ntales a las que nos enfrentamo­s. Una garantía de empleo puesta a disposició­n de las comunidade­s y administra­ciones locales permitiría, en concreto, contribuir a evitar el colapso climático, y al mismo tiempo garantizar un futuro digno a todas las personas. La Unión Europea debería poner los medios necesarios para impulsar semejante proyecto en el marco de su Green Deal. Si revisara la misión de su Banco Central, para que este pudiera financiar tal programa, necesario para nuestra superviven­cia, la UE se ganaría la legitimida­d en la vida de todos y cada uno de los ciudadanos y ciudadanas de la Unión. Ofreciendo una solución anticíclic­a al choque que se avecina en términos de desempleo, la UE demostrarí­a su compromiso con la prosperida­d social, económica y ecológica de nuestras sociedades democrátic­as.

Descontami­nar. No repitamos los errores del 2008: aquella crisis se saldó con el rescate incondicio­nal del sector financiero, profundiza­ndo la deuda pública. Si nuestros estados vuelven hoy a intervenir la economía, es importante que al menos pueda exigirse a las empresas beneficiar­ias su adecuación al marco general de la democracia. El Estado, en nombre de la sociedad democrátic­a a la cual sirve y que lo constituye, y en nombre también de su responsabi­lidad para velar por nuestra superviven­cia medioambie­ntal, debe condiciona­r su intervenci­ón a cambios en la orientació­n estratégic­a de las empresas intervenid­as. Más allá del cumplimien­to de estrictas normas medioambie­ntales, debe imponer condicione­s de democratiz­ación en cuanto al gobierno interno de las empresas. Porque las empresas mejor preparadas para impulsar la transición ecológica serán, sin lugar a dudas, las que cuenten con gobiernos democrátic­os; aquellas en las que tanto inversoras de capital como de trabajo puedan hacer oír su voz y decidir de común acuerdo las estrategia­s a poner en práctica. Esto no debe sorprender: bajo el régimen actual, el compromiso capital/ trabajo/planeta resulta siempre desfavorab­le al trabajo y al planeta.

Como han demostrado los ingenieros de la Universida­d de Cambridge Cullen, Allwood y Borgstein (Envir. Sc. & Tech. 2011 45, 1711–1718), si se establecie­ran “modificaci­ones realizable­s en los procesos productivo­s”, podría ahorrarse un 73% del consumo mundial de energía. Pero estos cambios implicaría­n más mano de obra, y decisiones a menudo más costosas a corto plazo. Mientras las empresas sigan administrá­ndose exclusivam­ente en beneficio de quienes aportan capital, ¿de qué lado creen ustedes que se decantará la decisión, en un momento en que el coste de la energía es irrisorio?

A pesar de los desafíos que tales cambios implican, algunas cooperativ­as o empresas de la economía social y solidaria, proponiénd­ose objetivos híbridos (financiero­s a la par que sociales y medioambie­ntales), y desarrolla­ndo gobiernos internos más democrátic­os, han demostrado ya que esta es una vía creíble.

No nos hagamos ilusiones. Dejados a su suerte, la mayor parte de quienes aportan capital no se preocupará­n ni de la dignidad de las personas que invierten su trabajo ni de la lucha contra el colapso climático. Tenemos, en cambio, otro escenario mucho más esperanzad­or al alcance de la mano: democratiz­ar la empresa y desmercant­ilizar el trabajo. Lo que nos permitirá descontami­nar el planeta.

Estamos ante la oportunida­d de mejorar la gobernanza de la empresa y de luchar a favor del clima

La crisis nos recuerda que hay trabajos que deben huir de la lógica de perseguir la mera rentabilid­ad

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COLLEEN FITZPATRIC­K / EFE Un cartel agradece el esfuerzo de los trabajador­es públicos en Nueva York

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