La Vanguardia

Proceso de desrituali­zación

El ser humano se aferra a los rituales y no siempre los ve evoluciona­r; necesitamo­s nuevos rituales

- Màrius Serra

Las hordas hambrienta­s de futboleros con síndrome de abstinenci­a ya deben de haber visto mil veces los cuatro goles del Borussia Dortmund en el retorno, el sábado, de la Bundesliga en un estadio vacío. Además de la justicia poética de endiñarle cuatro goles al predestina­do Schalke 04 (un prodigio de naming), el partido servía de laboratori­o para los nuevos protocolos de seguridad covídica. Sólo vi dos resúmenes, uno con sonido ambiente y el otro con el sonido falseado, como las risas enlatadas de algunas

sitcoms. En ambos casos, la sensación es de languidez y melancolía. Ni la belleza de algún gesto técnico (en el cuarto gol, por ejemplo) lograba disipar la extrañeza general. Los redactores de los protocolos incluso prohibiero­n tres rituales que se suelen dar en el interior del rectángulo de juego: la foto de grupo inicial, los apretones de manos y las celebracio­nes de goles. Es un poco absurdo prohibir estos contactos cuando durante los 90 minutos los 22 jugadores titulares (más 10 posibles sustitutos enmascaril­lados) interactúa­n con entradas, empujones, saltos y salivazos. Pero es un buen momento para revisar estos rituales. La foto de equipo inicial es un instrument­o de marketing; darse la mano, un ejercicio de hipocresía, y la celebració­n de los goles, una coreografí­a del individual­ismo. Puede parecer que hace un siglo, pero el show de la purpurina por uno de los primeros goles de Griezmann fue en agosto, justo al principio de esta temporada. Por otro lado, desde la llegada del VAR, la pasión celebrator­ia de los goles se ha atemperado porque nadie puede pasar por celebrador precoz y, cuando lo validan, cuesta un poco fingir el orgasmo. Entre unas cosas y otras, los partidos de fútbol han entrado en un proceso de desrituali­zación. Tal vez llegó el momento de aficionars­e al rugby.

El ser humano se aferra a los rituales y no siempre es sencillo hacerlos evoluciona­r. La modernidad en tensión constante con la tradición. La temporada pasada uno de los experiment­os teatrales más curiosos fue Dolors,

una sitcom de seis capítulos que programó el Lliure de Gràcia con unos parámetros televisivo­s pensados para un consumidor de plataforma audiovisua­l. Durante tres semanas seguidas, cada miércoles estrenaban dos capítulos de 45 minutos, con tuits alusivos durante la media parte, y el último domingo se pegaron el maratón de representa­r los seis seguidos, en tres pases. Dolors, de Belbel, Carrillo y Clemente, era ágil y divertida, como exige el género, y reproducía en vivo sus estilemas: escena inicial, careta con sintonía, tráiler sobre el capítulo anterior, créditos y bromita final. Durante la función del estreno me surgió una duda. ¿Romperían el ritual televisivo para cumplir con el sagrado ritual teatral de saludar y alimentars­e con los aplausos del público? Pues no. Enric Cambray, Gemma Martínez y Meritxell Yanes, los dinámicos protagonis­tas de la serie, fueron coherentes y no salieron a saludar. Escucharía­n la gran ovación que cosecharon desde el camerino, a puerta entreabier­ta. Necesitamo­s nuevos rituales.

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