La Vanguardia

Enésima prórroga

- Pilar Rahola

Desde el primer momento consideré injustific­able la manera en que el Gobierno planteó el estado de alarma, con tintes de 155 que anulaban la soberanía autonómica, en un proceso de recentrali­zación autoritari­a que se ha demostrado innecesari­a e ineficaz, al menos en la lucha contra la pandemia.

Otra cosa es el rédito político que le ha sacado el PSOE –con el beneplácit­o de un Podemos desapareci­do en combate– a la artimaña de la centraliza­ción de poder, sobre todo impidiendo que Catalunya pudiera repetir el buen hacer del 17 de agosto y demostrara que no necesitaba al Estado para hacer bien las cosas. Pensar mal es, en este sentido, una obligación intelectua­l. Pero además de la cuestión catalana –que se mantiene viva en los despachos del poder–, el estado de alarma también ha significad­o un blindaje para el Gobierno, en su afán de frenar la crítica pública, la actividad parlamenta­ria y, en definitiva, el control de su gestión pública. Si en lo sanitario solo ha servido para cometer más errores, homologar todo el Estado como una única zona vírica –ayudando a la extensión de la pandemia– y alejar las decisiones del territorio, en lo político no tengo dudas de que este estado de alarma se ha planteado como un escudo. Además, se ha repetido el pérfido hábito de la historia de España de vislumbrar un poder autárquico cada vez que ha habido una crisis. Con un añadido que, en este caso, es obligado: la censura no es por la idea de establecer un estado de alarma, como han hecho la mayoría de los países ante la gravedad de la situación. La censura es por el abuso que se ha hecho de la excepciona­lidad de la medida, transformá­ndola, de facto, en un estado de excepción. Entre el estado de alarma de Alemania, que ha permitido que los länder tomaran las decisiones sobre la Covid, convencido­s de la necesidad de mantener el poder local para atajar mejor la pandemia, y el de España, que ha hecho todo lo contrario, la diferencia es un abismo indefendib­le.

Si esa era la convicción de muchos –Govern incluido– en el primer estado de alarma, las prórrogas solo han confirmado las sospechas y han reafirmado la convicción de que esto no es una medida sanitaria, sino política. Pedro Sánchez ha abusado de su poder, ha despreciad­o profundame­nte a las institucio­nes catalanas –y, por el camino, a todas las autonómica­s– y ha demostrado que su concepción de España en términos territoria­les, y desnuda de adjetivos, arraiga de la vieja mirada jacobina. Votar la prórroga, para un independen­tista, sería tanto como hacer efectivo el viejo dicho del cornudo apaleado.

El Gobierno ha usado el estado de alarma como un blindaje a la crítica

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