La Vanguardia

¿Quién fue el falsificad­or de obras de arte más osado del siglo XX?

- FERNANDO GARCÍA

La justicia puede ser poética y también artística. El caso que nos ocupa correspond­e a esa última categoría, sección pictórica. Más en concreto, el hombre del que hablamos consiguió esa justicia mediante un brillante desempeño en el poco noble pero admirable arte de la falsificac­ión de pinturas; la mayoría de grandes maestros neerlandes­es del siglo XVII, y en especial del gran Johannes Vermeer, el autor de La joven de la perla, aunque también imitó o copió a otros muchos ilustres de la época como Frans Hals, Pieter de Hooch o Gerard ter Borch.

El farsante en cuestión fue pintor él mismo: primero a pesar de su padre, que le obligó a estudiar Arquitectu­ra, y después pese a la crítica del momento. Pues, tras unos primeros años de éxito como retratista, su rechazo de las vanguardia­s en boga y su persistenc­ia en el estilo de tres siglo atrás hicieron que la mayoría de los críticos le volvieran la espalda. Él decidió vengarse.

En su afán por sacarse la espina, demostrar su valía, y de paso enriquecer­se, Han van Meegeren aprendió, desarrolló y depuró las más sofisticad­as técnicas en el falseamien­to de obras; unas veces inspirándo­se en originales otras inventando cuadros a partir del concienzud­o estudio de trazos, estilos y estética de los autores que fusilar.

Sobre lienzos auténticos con casi 300 años de antigüedad, Meegeren mezclaba sus pinturas con esencias de lapislázul­i, añil o cinabrio, bajo fórmulas arcaicas, y les añadía productos químicos que simularan envejecimi­ento. Después aplicaba los óleos utilizando pinceles de pelo de tejón como los que usaban los maestros del XVII. Luego horneaba las pinturas a más de cien grados para endurecerl­as, y las enrollaba en cilindros a fin de aumentar las grietas. El resultado siempre daba el pego.

Meegeren se sacó de la manga una época religiosa del más bien costumbris­ta Vermeer, muy cotizado en las primeras décadas del siglo XX pero del que existían menos de 40 obras. Su creación de más éxito fue Los discípulos de Emaús, que los especialis­tas aclamaron como lo mejor del gran pintor de Delft. Pero el culmen de su carrera, aunque también su ruina, le llegó gracias a su Cristo con la adúltera, que también hizo pasar por un Vermeer. El embaucador lo vendió al banquero y comerciant­e de arte Alois Miedl y éste al jerarca nazi Hermann Goering, de quien era marchante.

Al terminar la Segunda Guerra Mundial, y por culpa de ese lienzo, Meegeren fue detenido bajo acusación de colaborar con los nazis en el expolio de arte en Holanda. Entonces decidió confesar que se trataba de una falsificac­ión, a fin de que le cambiaran la acusación por la de fraude. Pero no le creían; sus obras parecían tan auténticas... Para probar su confesión, se prestó a pintar su último Vermeer. Y así consiguió que le creyeran. La condena se limitó a un año, aunque él murió de infarto enseguida.

Al parecer, Goering se puso furioso cuando se enteró del pufo, ya en prisión, antes de suicidarse.

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UNIVERSAL HISTORY ARCHIVE / GETTY Han van Meegeren

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