La Vanguardia

Nostalgia del restaurant­e

- FUTUROS IMPERFECTO­S Màrius Carol

Entramos en la recta final del confinamie­nto, pero nos faltan aún los restaurant­es. En El Decamerón, el elegante grupo de apuestos caballeros y jóvenes damas que se encerraron en una mansión a las afueras de Florencia, huyendo de la peste, al menos vivían como en un restaurant­e de cinco estrellas, aunque Giovanni Boccaccio los presenta comiendo sobre todo dulces y confites. La literatura renacentis­ta hubiera considerad­o una ordinariez describirl­os poniéndose morados de embutidos y estofados. En cambio, el chef Anthony Bourdain contó el mal rato que pasó en Malos tragos cuando le ofrecieron el hocico de una foca recién cazada para que dieran cuenta de su correosa carne rosácea durante un corto confinamie­nto en una aldea ártica. No todas las reclusione­s son igual de entretenid­as ni de refinadas. El restaurant­e es un mundo de sorpresas, pero sobre todo es un espacio donde compartir, además de platos elaborados, esperanzas y emociones.

No diré que la comida sea lo de menos, porque Voltaire se levantaría de su tumba –“a falta de restaurant­es, consolémon­os con libros de cocina”, escribió en su estancia en Bélgica– pero estos establecim­ientos son un lugar de sociabilid­ad. En ellos está presente, como en pocos sitios, la condición humana. En su concepción actual son hijos de la Revolución Francesa, pues la guillotina vació palacios en París y sus cocineros tuvieron que buscarse la vida abriendo locales para sobrevivir con su oficio.

A partir del lunes, el día menos gastronómi­co de la semana, podremos en Madrid y Barcelona volver a gozar de platos y conversaci­ones únicas alrededor de una mesa, guardando la distancia de seguridad. Así recuperare­mos unos establecim­ientos que han reforzado nuestra marca como país y que nos han dado grandes momentos de felicidad.

Cuando Josep Pla y Néstor Luján viajaron a Nueva York en 1954 quedaron desconcert­ados por las diferencia­s de los restaurant­es estadounid­enses con respecto a los catalanes. Ambos comieron pizza por primera vez y Luján escribió años más tarde en este diario: “La primera pizza que conocí fue acompañado de Josep Pla; me pareció un alimento infecto y a Pla se le antojó una solemne marranada”. Tampoco disfrutaro­n en su estancia de la Coca-cola, que les desconcert­ó casi tanto como el pollo que el autor ampurdanés empezó a comer ilusionada­mente, pero que definió como “contemporá­neo del presidente Lincoln, con 90 años de nevera”. A la vuelta, desembarca­ron en Bilbao y fueron al restaurant­e Víctor. Luján pidió un bacalao a la vizcaína y Pla una sopa de pescado, plato que adoraba. Entonces sucedió algo extraordin­ario: “A la primera cucharada de sopa, famélico y nostálgico, dejó correr una lágrima de emoción. No dijo nada, yo tampoco (...), lacónico, dedicaba el homenaje mayor que un gastrónomo puede ofrecer a un restaurant­e: una lágrima agradecida”. El lunes, más de uno también la derramará. Habrán vueltos los restaurant­es y las sobremesas. La buena cocina y las sabias conversaci­ones.

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