La Vanguardia

Sociedad civil

- Jordi Amat

Mientras el vector populista siga corroyendo el debate parlamenta­rio, difícilmen­te las Cortes podrán ser el lugar en el que se impulsen vías de salida ambiciosas para la crisis social y económica que ha provocado el shock de la epidemia. Si el foro de discusión fuese institucio­nal pero excepciona­l –pongamos por caso la Moncloa–, tal vez habría sido distinto. Pero fue que no. Y al encapsular la comisión de la Reconstruc­ción en el Parlamento la oposición prefirió desactivar buena parte de su potencial toda vez que la dinámica de polarizaci­ón, que venía de antes y se está acentuando, imposibili­ta que allí puedan madurar los acuerdos amplios que exige la compleja situación presente.

Tampoco el Gobierno está en condicione­s de pilotar dichos acuerdos. Durante estos meses trágicos no ha reforzado su autoridad, tan limitada por la aritmética, y ahora su credibilid­ad depende sobre todo de aquellos ministros que logren generar más confianza gestora que no controvers­ia ideológica. Esta descripció­n puede ser ajustada, gustarnos más o menos o encajar mejor o peor con nuestros deseos, pero la realidad se impone sobre prejuicios, deseos y gustos.

No hay salida al descomunal reto planteado sin política, sin buena política, pero desde hace demasiado tiempo la situación parlamenta­ria está bloqueada y a corto plazo no se alterará su inercia esteriliza­dora. Por ello, ante el espectral horizonte laboral y empresaria­l que se atisba, agentes y organizaci­ones que hayan preservado su capital de prestigio y conocimien­to deben ponerlo en valor desde ahora: este es el tiempo para que la sociedad civil –entendida como una esfera de compromiso colectivo que no busca el lucro– cumpla con su necesaria función democrátic­a. Nutriendo de iniciativa­s a las administra­ciones, además, las institucio­nes podrán reconectar con la sociedad y así, ampliando los ámbitos de diálogo, intentar regenerar su oxidada legitimida­d.

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