Donó lo que más quería: sus obras
Lo que más le importaba a Joan Miró era su obra. Un ejemplo definitivo. En una Francia vencida y ante la inminente invasión nazi, se impone la huida y camino de la estación Miró dice a su esposa que lleve de la mano a la hija, pues él ya cuidará de las Constel·lacions.
Cuando en 1968 se le dedicó la formidable exposición retrospectiva en el hospital de la Santa Creu, fue un momento crucial de su relación odio-amor con la ciudad de Barcelona.
Importa recordar que los inicios del pintor con su ciudad habían sido pésimos, al descubrir que su arte no solo no gustaba, sino que era menospreciado, ridiculizado y hasta agredido. Una Barcelona que calificó de pestilente y su padre eran en aquel entonces una simbiosis de lo que más detestaba, hasta provocarle una repugnancia de lo más concreta e insuperable. Baste recordar que llegó a vender la casa del pasaje del Crèdit, en la que había nacido y pintado.
Su relación con Barcelona comenzó a cambiar a mediados de los años 50, con las exposiciones que le dedicaban los Gaspares en su acreditada galería de Consell de Cent. El ambiente ya era distinto y se percataba de que su obra se apreciaba.
Y comenzó a trenzarse una sintonía de lo más estimulante en ambas direcciones. Buena prueba de ello fue que me confiara de su puño y letra (entregué este manuscrito a la Fundació Miró) lo que se proponía donar a Barcelona: el mural del aeropuerto, el pavimento de la Rambla, una gran escultura en la Diagonal y su fundación. La primicia la publiqué en La Vanguardia.
El día que se representó en el Liceu Morí el Merma le reconocí mucho más emocionado que cuando se había estrenado en Palma de Mallorca: un triunfo espectacular y multitudinario en la catedral de la burguesía, algo que su padre nunca imaginó, al estar convencido de que su hijo pintor sería un don nadie.
Así pues, estimulado por su amigo del alma Joan Prats, amén de la colaboración desinteresada del querido arquitecto Josep Lluís Sert y el respetado notario Raimon Noguera, junto con un Ayuntamiento de Barcelona que ofreció todas las facilidades, se hizo realidad el CEAC, que él mismo quiso rotular para enmarcar la entrada principal. Y es que él siempre insistió en que deseaba un Centre d’estudi d’art Contemporani, que no un museo a su honra y gloria. Estaba de vuelta de todo eso, y me lo justificaba así, expresión característica de su radical estilo altruista: “Vull que sigui com aquest bloc. Jo ompliré la primera página i els altres ompliran les següents.”
Con su generosidad proverbial donó a Barcelona lo que más estimaba: sus obras. El patronato y la dirección han llevado a cabo una gestión impecable. Sin embargo, las instituciones no han estado últimamente a la altura de las circunstancias. Y ante la tan grave crisis presente, amenaza de nuevo la incertidumbre. Cuando se perfilan sombrías perspectivas económicas, hay que afinar más que nunca las prioridades. Una franquicia como la del Hermitage no es ahora una opción estimable, cuando resulta imprescindible fortalecer una Fundació Miró que ha confirmado ser un valor de primera clase y encima propio para la marca Barcelona en el panorama mundial.