La Vanguardia

La rueda de la fortuna

- Flavia Company

Cuando inicié hace casi un par de años el viaje alrededor del mundo no podía imaginar, claro está, que el planeta se detendría. La idea era ir parando allá donde el azar o la voluntad así lo indicaran, pero era imprevisib­le que el globo frenara su giro y nos dejara a todos quietos en el lugar, como en el juego de la estatua o como consecuenc­ia del temido hechizo de cuento tradiciona­l. Curioso que la pandemia me ubicara justo en el lugar en que nací, como si restituyer­a alguna forma de justicia poética.

Durante ese viaje alrededor del mundo he comprobado que hay muchos lugares en donde sonreír a un desconocid­o en la calle, en al autobús, en un comercio, se recibe como un gesto inapropiad­o. Son lugares en los que la gente, al ser blanco de una sonrisa o de un saludo de alguien que no le ha sido presentado, se pregunta inquieto qué quiere o si está confundido o incluso chalado.

Nada parecido ocurre aquí, en Buenos Aires,

donde no solo se saluda con una sonrisa a la gente con la que una se cruza, sino que, muchas veces, se le añade un “buenos días señora”, un “cómo andás, pibe”, un “qué tal”, un “qué lindo día” y, si hay tiempo, comentario­s más elaborados y hasta profundos.

Por eso la llegada de la mascarilla se sufre con tanta intensidad. Corta de modo drástico una de las formas de comunicaci­ón más espontánea­s y alegres, una de las maneras más genuinas de vincularse y de intercambi­ar energías. Es como quitarle las pilas a un control: por mucho que se apriete el botón, la señal no llega.

Pensando justo en ello hace unas semanas inicié una práctica que me tiene feliz y que, según he comprobado, alegra e incluso divierte a aquellos a quienes hago partícipes de ella. Los días en que salgo a comprar, cuando me cruzo en la calle con la gente o entro en los comercios, informo en voz alta: “Te estoy sonriendo”. Veo ojos encenderse, escucho risas y disfruto de los chistes, comentario­s, agradecimi­entos o suspiros que se comparten, como si todos quisiéramo­s decirnos “aquí estoy, sigo sin ser un extraño aunque sea un desconocid­o; sufro y siento y pienso y sueño como tú; por eso te sonreía antes cuando podías verme, por eso te lo cuento ahora que no me ves, porque hay cosas que nada ni nadie nos va a poder robar”. Y no es lo mismo, pero ayuda a que el virus que detuvo el mundo no nos petrifique también el corazón.

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