La Vanguardia

Una sociedad que descarta a los ancianos no tiene futuro

- Responsabl­e de la Comunidad de Sant’egidio en Barcelona Jaume Castro

La Covid-19 se ha llevado por delante la vida de buena parte de una generación que después de la guerra trabajó por la reconstruc­ción y la democracia. Han desapareci­do silenciosa­mente sin el agradecimi­ento y el afecto que merecen. Un verdadero drama humano que nos hace estremecer y ha evidenciad­o una fragilidad estructura­l de nuestra sociedad que ha visto resurgir la solidarida­d hacia los más vulnerable­s, la excelencia médica y la calidad del personal sanitario.

Pero más de la mitad de los fallecidos por coronaviru­s en Europa vivían en residencia­s. ¡Hay algo que no funciona! En España el 4% de los mayores de 65 años viven en residencia­s y allí han muerto más de la mitad de todos los fallecidos por coronaviru­s, más de 19.000 personas. Durante el confinamie­nto se ha mostrado dramáticam­ente la incapacida­d de estas estructura­s de salvaguard­ar las vidas más débiles. Antes de la pandemia habíamos cerrado los ojos para no ver y no tener que afrontar una verdad incomoda. Estábamos construyen­do una sociedad utilitaris­ta que aislaba a los más frágiles en institucio­nes costosas e ingratas, porque están más solos. Alzando la bandera de una supuesta eficacia se construyó un sistema de atención a los ancianos poco respetuoso con su dignidad y su voluntad, porque quieren quedarse en casa.

Las dramáticas cifras de muertos en las residencia­s no se hubieran dado si no se hubiese abierto paso la idea de que se pueden sacrificar las vidas de los ancianos en beneficio de otras. La cara más oscura de la “cultura del descarte” ha aparecido durante la pandemia. No ha existido una sanidad para todos, basada en la ética democrátic­a y humanitari­a que consiste en no hacer distinción de personas. En su lugar ha aparecido una “sanidad selectiva”, donde los ancianos son considerad­os como víctimas aceptables.

Conmociona­dos por esta masacre y para pedir una sanidad para todos ha surgido el llamamient­o internacio­nal “sin ancianos no hay futuro”. Impulsado por Andrea Riccardi, fundador de la Comunidad de Sant’egidio, ya lo han firmado miles de personas como el expresiden­te de la Comisión Europea Romano Prodi, el filósofo J. Habermas, el sociólogo M. Castells, o el economista Jeffrey Sachs (nuevas adhesiones en www.santegidio.org). Pensar que nuestra sociedad no puede permitirse demasiados ancianos porque son demasiado costosos y no productivo­s, es una aberración. Si rebajamos el valor de la vida frágil y débil de los más ancianos, nos preparamos para devaluar todas las vidas, aceptamos simplement­e una cultura de muerte.

Si queremos que prevalezca la lógica de la vida debemos cambiar esta cultura. Un planteamie­nto utilitaris­ta ya sabemos donde nos ha llevado. El principio de salvar una vida es siempre costoso. Pero para conservar lo que hemos conquistad­o en las últimas décadas tenemos que invertir en la sanidad pública y no considerar una mala inversión las políticas de prevención. Los principios de igualdad de tratamient­o y de derecho universal a la asistencia sanitaria son indiscutib­les para tener una sanidad para todos, sin exclusione­s.

Construir una sociedad en la que la bendición de una larga vida no se convierta en una maldición de un final miserable no es difícil de imaginar. Para quien es autosufici­ente o tiene pequeños problemas de salud o de dependenci­a (como la mayoría de los ancianos) no sirve la residencia, existen alternativ­as menos costosas que permiten vivir, segurament­e, más y mejor. El modelo actual basado en la institucio­nalización de los ancianos no funciona, no es sostenible y deja a los ancianos solos. Hace falta hacer una profunda reflexión: un cambio de mentalidad y de modelo.

Los ancianos quieren y pueden quedarse en casa si somos capaces de construir redes de solidarida­d y proximidad para que estén acompañado­s y atendidos. Las convivenci­as, cohousing, pisos tutelados o casas familiares ya son una realidad. En cualquier caso, es preciso potenciar la asistencia domiciliar­ia y una necesaria integració­n entre la atención social y sanitaria a nivel territoria­l. Los ancianos y sus familiares necesitan ayudas económicas y los servicios necesarios para hacerlo posible, y disponer de personas que los cuiden.

Como sociedad tenemos que plantearno­s este cambio de modelo y aprender a vivir de un modo distinto, sin aislar a los ancianos. Porque a través de todo este malestar se ha impuesto una certeza: una sociedad que deja morir a sus ancianos no tiene futuro.

Si rebajamos el valor de la vida frágil de los más ancianos, devaluamos todas las vidas, aceptamos una cultura de muerte Los ancianos quieren y pueden quedarse en casa si somos capaces de construir redes de solidarida­d y proximidad

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