La Vanguardia

El próximo conflicto con China

- escritor e historiado­r Kenneth Weisbrode Traducción: Juan Gabriel López Guix

El tema que está hoy en boca de todo el mundo en Washington, además de nuestra gran plaga y las protestas, es China. Los miedos acerca del “peligro amarillo”, según el desafortun­ado nombre dado antaño, resuenan periódicam­ente como en un extraño disco rayado.

Durante mucho tiempo, los estadounid­enses temieron la debilidad china y la posibilida­d, entre otras cosas, del envío de millones de emigrantes no deseados (que, de todos modos, ayudaron a construir la red ferroviari­a de Estados Unidos y contribuye­ron de innumerabl­es maneras al desarrollo del país). Más tarde, en el siglo XX, los estadounid­enses temieron la belicosida­d china. Analizándo­lo ahora, la mayoría de estadounid­enses solo abrazó decididame­nte la guerra fría con la Unión Soviética después de que los comunistas vencieran en la guerra civil china en 1949 e intervinie­ran al año siguiente en la guerra de Corea. Hoy los estadounid­enses temen la fortaleza china. O lo que perciben como fortaleza. El progreso económico de ese país en las últimas décadas ha impresiona­do y dejado atónito al mundo. Sin embargo, prosperida­d no es lo mismo que fortaleza y ni siquiera que poder. Para ser poderoso, un país tiene que ser algo más que un enorme mercado. Tiene que imponer respeto.

Las élites de la política exterior estadounid­ense se encuentran más divididas que unidas en relación con esta última cuestión. Algunos consideran que China es claramente una potencia en ascenso, decidida a arrebatar a Estados Unidos el manto de la dominación mundial. Es una postura bastante ridícula, pero goza de predicamen­to. Otros ven a China como un astuto ladrón de propiedad intelectua­l y cuota de mercado estadounid­enses; sobre todo, en el sector tecnológic­o. Se trata de una postura más exacta, pero no es una postura que deba suscitar temor. Y aun otros contemplan China como el principal exportador de un modelo alternativ­o de gobernanza global: autoritari­o, eficaz, orwelliano. Ahora bien, no está nada claro que ese modelo vaya a resultar atractivo en el mundo y ni siquiera por cuánto tiempo logrará tener éxito en la propia China.

Por ello, aunque la obsesión con China sea general entre las élites de Estados Unidos y también lo sea cada vez más entre la opinión pública de ese país, no constituye una obsesión uniforme ni realista. Lo cual no quiere decir que la prosperida­d china y su incipiente poder carezcan de importanci­a. Tienen importanci­a, y mucha; sobre todo, ahora que se ven acompañado­s de una gran hostilidad. Sin embargo, al margen de lo hostiles que puedan llegar a ser las relaciones entre China y Estados Unidos, lo que más importa (siempre que no conduzcan a una guerra, como deseamos todos) es otra cosa. Lo que más importa es lo mismo que ha importado siempre a los grandes países como China sujetos a un gran cambio: si dicho cambio tiene o no lugar de modo pacífico y en concierto con los intereses de otros países y, en especial, de sus vecinos regionales. Se trata de un aspecto evidente pero del que a menudo se hace caso omiso.

Los politólogo­s que estudian las rivalidade­s de poder tienen a centrarse en los países de modo discreto. ¿Suben o bajan los indicadore­s económicos? ¿Son hostiles o amistosos los dirigentes? ¿Es fuerte o débil el ejército? Y así sucesivame­nte. Para muchos de esos analistas, el modo de estudiar esos factores se asemeja mucho a la física, donde cada fuerza tiene su correspond­iente fuerza contraria. Sin embargo, en el mundo real, los países son como los seres humanos: ellos mismos y sus interaccio­nes son complejos. De modo que para entender los grandes cambios de un país, si queremos establecer analogías científica­s, lo que hace falta no es el modo de pensar de un físico sino el de un biólogo o un químico. Y es que los países existen en ecosistema­s y responden a las presiones, los miedos, las esperanzas, las aspiracion­es, los esfuerzos y las fobias de sus poblacione­s en modos que con frecuencia son difíciles e incluso imposibles de predecir.

La buena noticia en relación con la impredecib­ilidad es que no existe un resultado concreto predetermi­nado, ya sea por la historia o por las “realidades estructura­les”. Son muchos los factores que condiciona­n la toma de decisiones de los dirigentes estadounid­enses y chinos, pero en principio éstos son capaces de tomar decisiones sensatas. De modo que no hay próximo conflicto con China. O no es necesario que lo haya.

En cambio, si los prescripto­res de opinión estadounid­enses persisten en quejarse de la “amenaza” china al tiempo que se quejan de la política, la cultura y la sociedad chinas, así como del derecho de ese país a dictar su propia política en esos ámbitos, entonces es casi seguro que el conflicto aparecerá. Dicho de otro modo, es probable que algunos acojan de modo favorable una guerra fría con China. Pero no la mayoría. Con una guerra fría ya ha habido suficiente. Quienes se dedican a proclamar en relación con China profecías que luego se autocumple­n deberían tenerlo en cuenta. Y dejarnos a los demás, estadounid­enses, chinos y de otras partes del mundo, seguir construyen­do un siglo mejor que el anterior.

Es un astuto ladrón de propiedad intelectua­l y cuota de mercado estadounid­enses, sobre todo, en el sector tecnológic­o Si se persiste en la queja de la “amenaza” china, es probable que algunos acojan de modo favorable una guerra fría

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NG HAN GUAN / AP El presidente chino, Xi Jinping, aplaudido en la Asamblea Nacional Popular celebrada el pasado mes de mayo

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