La Vanguardia

El matrimonio, ese arte circense

- Joaquín Luna

El marido, con las facultades mentales plenas, va y le suelta: “¿Y yo qué talla tengo?”

Vivir en pareja tiene su mérito, pero es al matrimonio lo que la petanca a los Juegos Olímpicos. No hay color. Como las princesas monegascas, el matrimonio posee espíritu circense, y cuando crees que ya lo has visto todo, siempre te sorprende con un más difícil todavía.

He tardado años y cometido muchos errores para conocer la talla del cuello de las camisas, la medida de los cinturones –¡el tercer orificio es el bueno!–, el ancho de los pantalones, la medición de los zapatos...

Y aún no lo sé todo sobre el fascinante y masculino mundo de las manchas. De hecho, nunca entiendo de dónde salen las manchas, ni siquiera por qué lo hacen.

Nadie regala nada a los divorciado­s –a diferencia de algunas divorciada­s–, y con ese orgullo del inútil hecho a sí mismo andaba el otro día en una tienda de ropa cuando oí el siguiente diálogo.

Un hombre en pleno uso de sus facultades mentales, con pinta de pagar impuestos y de tribunero del FC Barcelona, le hizo a bocajarro la siguiente pregunta a una mujer que le acompañaba.

Algo me dice que era su esposa. –¿Y yo qué talla tengo?

¡Y no era una pregunta retórica! ¿Acaso vamos los demás a saber la talla de pantalón de su ilustrísim­a? ¿Conoce dios de memoria la talla del traje de todos sus feligreses?

Sin pestañear, la mujer respondió. –La 54 de traje, la 41 de camisa... La naturalida­d del diálogo me hizo admirar la dimensión del matrimonio, el único vínculo capaz de una complement­ariedad silenciosa, digna de los mejores dobles de este país (los Orantes-gisbert, Porcelmars­é, Tardà-rufián o Rajoy-cris Montoro).

¿Me entraron ganas de salir corriendo y casarme con una luxemburgu­esa? Yo tampoco iría tan lejos, pero estoy convencido de que si Paul Simon –nada que ver con Fernando Simón– hubiese sabido de memoria el número de calcetines de Art Garfunkel, aún cantarían hoy juntos y bien avenidos a los puentes sobre aguas turbulenta­s en algún festival del Mediterrán­eo.

Algo me dice que el matrimonio, por extraño que parezca, ha llegado al siglo XXI para quedarse porque sus practicant­es tienen una capacidad única para reinventar­se y sorprender. Desde fila de pista, uno se dice: este acróbata se va a romper la crisma, y cuando está en caída libre, se le aparece la esposa y lo agarra con los dos brazos. Bravo. •

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