La Vanguardia

La piel de Sochi

- Sergi Pàmies

Empiezo a leer La piel, de Sergio del Molino (Ed. Alfaguara), y vuelvo a constatar que me encanta todo lo que escribe Del Molino, incluso cuando no me gusta tanto y me siento culpable porque sé que no es culpa suya sino mía. El tema del libro es la psoriasis como pretexto para hablar de la vida, del miedo a morir y de una visión enciclopéd­ica de la piel (racismo incluido) como universo literal o metafórico. Propulsado por el placer de la ignorancia creativa, paladeo cada frase y releo el capítulo titulado Una piscina en Sochi. Cuenta el caso de Stalin, el monstruo totalitari­o que también sufría ataques de picor y los desajustes de saberse dermatológ­icamente vulnerable y tener que gestionar, además de genocidios, eccemas, ronchas e inflamacio­nes.

Cuenta el momento en el que Stalin descubre las excelencia­s climáticas de Sochi. Entonces era un pueblecito de la costa que después se convertirí­a en sede de balnearios selectos, más adelante en paraíso para la nomenklatu­ra comunista y finalmente en capital olímpica de la Rusia neocapital­ista de Putin. En Sochi Stalin tenía una piscina y una dacha monumental, con un gran pabellón central, pequeñas residencia­s alrededor, jardines bucólicos, una sala privada de cine y un dispensari­o particular. Lo sé porque, en 1964, estuve allí pasando dos semanas psicodélic­as. Lujo soviético de coche negro y privilegio­s orgánicos

El tema del libro es la psoriasis como pretexto para hablar de la vida y del miedo a morir

y, sobre todo, la fuerza de un sol despampana­nte, cancerígen­o, y una playa de piedrecita­s que, desde la inconscien­cia infantil, visité demasiado. Consecuenc­ia: quemaduras en la espalda y la obligación de seguir un severo tratamient­o de curación soviética. En el dispensari­o, me sometía a unas sesiones milagrosas en las que una funcionari­a de rictus quinquenal –puede que le hubiera hecho masajes a Stalin– me embadurnab­a la zona catastrófi­ca con una pomada de un olor entre el azufre y el petróleo que afectaba a mi percepción de la realidad y exacerbaba mi ya de por sí natural propensión a fantasear.

Tengo otros recuerdos de Sochi. Cuando mi hermano tiró un busto de Stalin por la ventana y mi padre se desesperó. Toda la familia salió al jardín para buscarlo, convencido­s de que si no lo encontrába­mos nos deportaría­n a Siberia (¡lo encontramo­s!). O cuándo fuimos al circo del payaso Popov, con unos osos malabarist­as que no sé si eran la consecuenc­ia de los efluvios de la pomada o un recuerdo auténtico. O la brutal potencia gustativa de los helados de vainilla, que, según la propaganda comunista, presumían de ser –doy fe de ello– “mejores que los italianos”. O las tardes de cine, con sus sobredosis de realismo socialista en las que los héroes (soldados, cosmonauta­s, metalúrgic­os) derrotaban a los malvados nazis o a los corruptos traidores. La piel habla de muchas cosas a partir del poder perturbado­r de la psoriasis pero a mí me ha proporcion­ado un nuevo punto de vista sobre la monstruosi­dad estalinist­a y, de paso, me ha inflamado la memoria. ¡Gracias, tocayo!

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