La Vanguardia

Ranas en agua hirviendo

La revuelta social en EE.UU. hace aflorar un poder autoritari­o que amenaza al proceso electoral con apoyo de jueces y policías

- Xavier Mas de Xaxàs

Desde el 11 de septiembre del 2011, Estados Unidos y el resto de países occidental­es viven en un estado de emergencia intermiten­te. El poder ha cambiado los términos del orden establecid­o y nosotros lo hemos aceptado, cediendo libertades en aras del bien común. El terrorismo y la crisis han sido los argumentos de las autoridade­s para endurecer las leyes y permitir que la policía actúe con mayor discrecion­alidad. Los jueces y los cuerpos de seguridad se han reforzado en unos estados que temen la rebelión de sus ciudadanos. Lo hemos visto en España y lo estamos viendo ahora también en las revueltas populares que sacuden Estados Unidos.

Los agentes cargan contra los manifestan­tes pacíficos y el equilibrio entre las libertades constituci­onales y la seguridad colectiva se deteriora. El Estado polarizado impone el uso de la fuerza policial y militar para someter la crítica y la indignació­n, para abrir paso al presidente que, Biblia en mano, busca una foto heroica frente a la fachada tapiada de la iglesia de San Juan.

Trump ha embellecid­o su racismo y autoritari­smo con un falso acto religioso. Es propio de un tirano, como también lo es invocar la ley y el orden frente a una mayoría que exige justicia. La justicia lo es todo. Cuando el Estado responde con brutalidad policial a la demanda generaliza­da de justicia es que la república, tal como la conocemos, corre mucho peligro.

Los jueces hace tiempo que tomaron partido. En EE.UU. fue durante los peores años de la segregació­n racial pero también en las elecciones del 2000 que enfrentaro­n a Gore y Bush. El Tribunal Supremo intervino en una disputa electoral que no le competía para otorgar la victoria al candidato republican­o. El juez Stevens, uno de los nueve que entonces componían el alto tribunal, dejó escrito que con aquella decisión se había roto “la confianza de la nación en el juez como guardián imparcial de la ley”.

Estos jueces no son elegidos, no responden a la voluntad popular y no han de rendir cuentas a nadie salvo al poder político. Trump se afana para que coman de su mano. Le falta uno para dominar el Supremo.

Ha nombrado a más de 200 en tribunales federales y confía en llegar a 300. Son los soldados del trumpismo. Ellos protegerán el orden que ahora se crea.

Los jueces, como los políticos, invocan la Constituci­ón al verse acorralado­s por el sentido común de la opinión pública. La Casa Blanca ha mencionado dos leyes en los últimos días. La de Insurrecci­ón, que permitiría el despliegue del ejército en caso de rebelión, y la Antidistur­bios, que equipara la protesta política organizada con la violencia organizada.

Los republican­os más radicales, que son los más próximos al presidente, ya no distinguen ente manifestan­te y saqueador, entre ciudadano y terrorista. El senador Tom Cotton (Arkansas) ha escrito esta semana en The New York Times que el ejército debería actuar “sin piedad” contra “los anarquista­s y saqueadore­s”. Cotton es veterano de la guerra de Irak y “sin piedad” –en inglés no quarter– es un término militar para aplastar al enemigo aunque pida la rendición.

La policía, cada vez más militariza­da, tiene protección judicial para actuar sin piedad, especialme­nte contra los negros. Uno de cada tres previsible­mente entrará en prisión. Es lo que dicen las estadístic­as, es lo que impone el sistema. El Tribunal Supremo considera que un policía tiene “inmunidad cualificad­a” en el uso de la fuerza siempre que actúe “de buena fe”. Aunque viole un derecho constituci­onal, correspond­e a la víctima demostrar, de manera “claramente determinad­a” que ese derecho es suyo. Un vagabundo que, sin haber cometido ningún delito, fue desfigurad­o por un perro policial no pudo probar que tenía un derecho “claramente determinad­o” a no ser atacado y desfigurad­o porque ningún tribunal se había pronunciad­o antes sobre un caso igual.

La justicia se decanta y la base aplaude. Trump cuida a la base y la base responde. Pidió a su gente que se opusiera al confinamie­nto y grupos armados se plantaron en el Capitolio de Michigan para criticar e intimidar a las autoridade­s que luchaban contra la pandemia. Grupos de jóvenes supremacis­tas con bates de béisbol bajaron el lunes al centro de Filadelfia a medirse con los manifestan­tes antirracis­tas.

Al menos doce personas han muerto y decenas han resultado heridas en los disturbios que arrancaron hace casi dos semanas en Minneapoli­s.

Las tiranías tienen jueces y militares a su servicio, tienen grupos paramilita­res y de presión, bases enfebrecid­as y medios de comunicaci­ón que han perdido la capacidad de explicar las cosas como son. Disponen, por tanto, de todo lo que necesitan para subvertir la democracia.

¿Qué está haciendo Trump de cara a las presidenci­ales de noviembre? Atacar el voto por correo porque una participac­ión baja le favorece, promover la presencia de militares retirados en los colegios electorale­s con la excusa de que así se combate el fraude cuando lo único que busca es intimidar a los pobres y los negros, agravar al máximo el conflicto racial con la esperanza de que pueda desplegar al ejército y el proceso electoral se vea tan alterado que sea imposible celebrar unas elecciones libres. Necesita cuatro años más apuntalar el trumpismo.

¿A dónde va Estados Unidos? ¿A dónde vamos todos?

Las ranas mueren en el agua hirviendo casi sin darse cuenta. Se adaptan a la temperatur­a hasta que es demasiado tarde. Nosotros también nos adaptamos a todo. Disimulamo­s para sobrevivir. Callamos hasta que la rodilla del sistema nos oprime el cuello y entonces morimos o saltamos. Afortunada­mente, hay millones de ranas saltando en las capitales de medio mundo.

Es propio de un tirano invocar la ley y el orden frente a una mayoría que exige justicia

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JOSH GALEMORE / AP Esta escena en Tucson (Arizona) se ha repetido en muchas marchas antirracis­tas en EE.UU.
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