Discriminación en las residencias
Las residencias han concentrado la mayoría de los muertos durante las peores semanas de la pandemia. Es algo ya sabido y, hasta cierto punto, comprensible. En ellas vivían personas de edad avanzada, con las fuerzas y las defensas mermadas, a menudo aquejadas de patologías previas, con un nivel de asistencia sanitaria muchas veces tan voluntarioso como infradotado. Y eso convirtió tantos centros residenciales en trampas mortales. Ahora sabemos, además, que muchos miembros de este colectivo de alto riesgo sufrieron otras discriminaciones protocolarias, que a menudo impidieron, cuando el virus les golpeó, su traslado a centros hospitalarios adecuadamente equipados. A las personas más ancianas, a las que sufrían alguna discapacidad, raramente se las envió desde la residencia hacia el hospital. En lugar de eso, llegada la hora, se les suministraron tratamientos paliativos para evitarles, al menos, el dolor.
Por extrema que sea la emergencia sanitaria –y la que acabamos de vivir lo ha sido–, negarle a una persona la posibilidad de sobrevivir produce una sensación de impotencia, rechazo y profunda tristeza. Una sociedad adelantada debería estar en condiciones de garantizar la mejor opción posible a cada enfermo. Lo contrario no puede calificarse más que de fracaso colectivo. Ahora bien, por duro que resulte aceptarlo, en una coyuntura como la mencionada es obligado adoptar las medidas menos lesivas para el conjunto de la sociedad. Cuando no hay una opción mejor, los médicos se ven forzados a tomar decisiones terribles. Y eso es lo que hacen, no sin gran pesar, pero siguiendo los protocolos en vigor y convencidos de que, siendo penosa, es la opción menos mala.
Dicho esto, ahora que la enfermedad parece darnos un respiro, es imprescindible preguntarse qué es lo que se podía haber manejado mejor. Lógicamente, no como se está haciendo en el Congreso de los Diputados, donde algunas fuerzas políticas creen prioritario erosionar al Gobierno, a cuenta de la pandemia y con más ferocidad que razón, que proponer soluciones. Pero sí con un afán de progreso comunitario, puesto que la mayor causa de pérdidas humanas y de dolor de esta crisis no se ha derivado de las decisiones de médicos en las UCI saturadas, sino de las deficiencias estructurales que han propiciado o tolerado gobiernos de distinto signo en los últimos años. Echar las culpas al rival cuando uno tiene en su historial recortes de la sanidad pública o privatizaciones es, en primer lugar, un error porque en poco contribuye a resolver el problema denunciado y, en segundo lugar, una indignidad. Los políticos tienen un papel decisivo en la mejora de la sanidad pública. Para ello es preciso que la doten como merece, que fomenten la investigación que permite rápidas respuestas ante una crisis y que, cuando intuyan la próxima, sepan reaccionar con mayor celeridad que el pasado marzo. Es, además, preciso y urgente que revisen el modelo de residencias públicas y privadas, sobre todo estas últimas, a veces muy lejos de los niveles óptimos, para que en ningún caso pueda repetirse lo que ha sucedido esta primavera.
La muerte es un destino ineluctable para todos y cada uno de nosotros. Para los muy ancianos y para los jóvenes que gozan ahora de salud. Y no dudamos en afirmar –sería bueno profundizar en un debate ético al respecto– que los cuidados paliativos fueran quizás el tratamiento más considerado para algunos de los ancianos fallecidos, condenados de otro modo, dada su debilidad, a una agonía inútilmente estragadora y cruel. Pero esa no puede ser sino la última opción. Una opción que podríamos, al menos, postergar si los partidos políticos, en lugar de tirarse los muertos a la cabeza, consensuaran las reformas pertinentes para el sistema sanitario y el de residencias. Solo así podremos corregir, de cara al futuro, un déficit estructural que nos ha costado muchas vidas. Demasiadas.
No es hora de tirarse los muertos a la cabeza, sino de consensuar mejoras en la sanidad y las residencias