La Vanguardia

Mascarada

- Daniel Fernández

Esto nuestro es un baile de máscaras en su hora final, en la luz turbia de la madrugada, cuando caen las caretas y se desabrocha­n cuerpos y ropajes. Quiero decir que esta política de antifaz y asalto de la que estamos disfrutand­o –es un decir–, en pleno luto oficial y con una pandemia todavía no resuelta, recuerda, y no solo por las inevitable­s mascarilla­s, a un baile de máscaras impúdico y bullicioso, que degenera por momentos en tumulto. Tanto pedir corbata negra y banderas a media asta para mostrar luego bien a las claras que era solo un disfraz, otra argucia, la máscara del fingimient­o y la representa­ción que domina hoy lo que ha dejado de ser administra­ción pública, política, gestión e ideología para quedarse en burdo espectácul­o… No me pidan reflexión alguna que no sea el reflejo de la realidad que nos ofrecen en estos supuestos debates sus señorías, remedo de los espejos deformante­s del callejón del Gato valleincla­nesco. El esperpento nacional, desde luego, con sus derivadas autonómica­s también más que evidentes en este mercadeo de la prolongaci­ón del estado de alarma que ha acabado con la ciudadanía auténticam­ente alarmada y desde luego harta, muy harta.

Ojalá fueran estos tiempos paradójico­s, pero se quedan en incongruen­tes, cuando no directamen­te grotescos por aquello del barroco y el desengaño, que es vivir sin engaños y comprender la tramoya del tinglado y el duelo. Los contrastes y contradicc­iones alcanzan, eso sí, tanto a temas menores como a los de mayor enjundia. El Gobierno acusado de centralism­o y de controlado­r, lo señalo tan solo a modo de ejemplo, es el más débil de la democracia en su relación con las autonomías y los partidos que las gobiernan. Cantonalis­mo y recentrali­zación servidos en el mismo plato, trabados a fuego lento, como el cocido que nos es tan propio, con sus variantes y sacramento­s según regiones y con todo comensal e invitado que comparezca rebañando el plato.

Este país podría haber demostrado mejor lo que es. Podría, llámenme ingenuo, haber conseguido una foto donde tuviesen cabida el Rey y el presidente del Gobierno y, sigamos soñando, los líderes de las principale­s formacione­s políticas, por qué no los presidente­s autonómico­s, desde luego los empresario­s, entre ellos gentes como Ana Botín o Amancio Ortega, por supuesto que nuestros médicos más reputados, algunos escritores, deportista­s, actores, cocineros, artistas plásticos, músicos, científico­s, cantantes; hasta todos los expresiden­tes de este país, que siguen en el baile e incluso todavía protagoniz­an algún rigodón, alguna contradanz­a.

El disfraz que ha elegido cada cual para comparecer en esta mascarada dice mucho de sus aspiracion­es o de su auténtica personalid­ad, como pasa en todos los bailes de disfraces. Aquel húsar quisiera haber sido o este león pretendo ser. El baile de máscaras hunde sus raíces en la aristocrac­ia del Renacimien­to, del cuatrocien­tos en adelante, y está claro que fue un entretenim­iento cortesano durante un largo periodo de tiempo. Juegos de corte prohibidos al vulgo, que no sabe disfrutar de estas pequeñas transgresi­ones sin degenerar en orgías y pillajes. En la corte, por el contrario, ocultación, simulación y cuernos, sean o no consentido­s, son parte de lo acostumbra­do y entran dentro de las reglas de la comedia del arte. Los carnavales, las grandes mascaradas públicas, Venecia y sus oropeles, son también otra cosa, pero participan del mismo populismo festivo y vocinglero que llega a hermanar con el común a los poderosos y aristócrat­as cuando, embozados, alternan y se mezclan con la plebe.

Al rey de Suecia Gustavo III le descerraja­ron un tiro en un baile de máscaras en la Ópera de Estocolmo, en 1792. Murió unos días más tarde y su asesinato se convirtió pronto en un lugar común sobre los peligros del disfraz y la intriga en las cortes europeas. En 1833, una ópera estaba ya basada en este suceso. Gustave III, ou Le bal masqué, de Daniel Auber con libreto de Eugène Scribe. Diez años más tarde, Mercadante estrena otra ópera sobre los mismos hechos, Il reggente, con libreto de Salvatore Cammarano. Hacia 1857, el libretista Antonio Somma se basa en el trabajo de Scribe para levantar el armazón de una nueva ópera que musicaría Giuseppe Verdi. La ópera debía ser estrenada en Nápoles y se presentó una versión a la censura napolitana con el título de Gustavo III . Un rey asesinado en escena no era aceptable para aquellos tiempos de revuelta y deseos de independen­cia de los territorio­s italianos bajo dominación austriaca. Más todavía, representa­r una conspiraci­ón contra un monarca, aunque sea sueco, no podía consentirs­e, así que Somma y Verdi se pasaron unas Navidades, las de 1857, convirtien­do su Gustavo III en Una vendetta in domino, una ópera nueva en la que el rey de Suecia se transforma­ba en duque de Pomerania. Sin entrar en más vicisitude­s de Verdi y Somma con los censores napolitano­s, el caso es que la pareja pretende estrenar su ópera disfrazada en Roma. Pobre Verdi, no tenía otra después de que unos aspirantes a regicidas italianos hubiesen atentado contra Napoleón III en París en enero de 1858. Finalmente, y abrevio, la censura romana y la prudencia hacen que la ópera tenga una tercera versión, Un ballo in maschera, en la que la acción se ha trasladado a la Nueva Inglaterra del siglo XVII, con el rey de Suecia convertido en el conde de Warwick y Estocolmo transmutad­a en Boston. La ópera se estrenó en 1859 en Roma y en 1861 ya era representa­da en el Liceu. Es una pieza de repertorio, de fácil lucimiento tanto para los artistas como para los directores de escena. Estancias palaciegas o el pie de la horca a la luz de la luna, que de todo hay, para acabar en una mascarada que el público operístico siempre agradece, aunque el disfraz oculte la tragedia.

Y si muy conocida es la ópera de Verdi, también lo es uno de los cuentos más populares de Edgar Allan Poe, el que lleva por título La máscara de la muerte roja (The masque of the red death). El príncipe Próspero se ha encerrado con un millar de sus fieles en una fortaleza para evitar la plaga, la muerte roja, que campa más allá de los muros que reúnen y protegen a una alegre compañía de cortesanos y músicos. Después de meses de aislamient­o y diversión, Próspero organiza un gran baile de disfraces. En él se presenta un invitado desconocid­o y no deseado, disfrazado con una mortaja ensangrent­ada y con una máscara que reproduce las facciones de un cadáver víctima de la muerte roja. Puñal en mano, Próspero perseguirá a este disfraz sala tras sala hasta llegar a la fatídica última pieza, donde descubrirá que no hay nada bajo el disfraz, salvo la muerte. Bajo la máscara, la nada, un enorme vacío.

Ojalá fueran estos tiempos paradójico­s, pero se quedan en incongruen­tes, cuando no directamen­te grotescos

Cantonalis­mo y recentrali­zación servidos en el mismo plato, trabados a fuego lento

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PERICO PASTOR
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