La Vanguardia

La fina línea de las libertades

- Susana Quadrado

Solo en el terrible miedo a enfermar y en un espontáneo pero efímero sentido de solidarida­d se justifica que la ciudadanía haya acatado un confinamie­nto tan estricto como el de España. Entiéndanm­e, no lo cuestiono, al contrario: solo hay que acercarse a los datos de la evolución de la pandemia. Sí constato cómo casi todos nos hemos plegado sumisament­e al control del Estado como nunca antes hubiéramos imaginado.

Ochenta y cinco días después, seguimos confinados, y sin que haya habido debate alguno sobre el impacto de las medidas en las libertades civiles. Si es así será por el miedo a morir, decíamos, y porque el gobierno nos ha controlado con un entramado legal sólido y ha funcionado la conciencia­ción.

Sin una cosa o sin la otra, a saber cuál habría sido la respuesta.

Más de media España, con Madrid y Barcelona rezagadas, entra ahora en una nueva fase, en sentido literal y figurado. A la vista está en las terrazas de los bares y en las playas. Hay más relajación. Las cosas están cambiando mucho más rápido que decayendo está el estado de alarma, que no se finiquita hasta el día 21. La situación varía, sí, pero no la lógica del virus. Hay que seguir teniéndolo a raya aun cuando todos corramos saltando como liebres por la calle. Así que la única manera de hacerlo es recurrir al rastreo de contagiado­s, la detección de los contactos y el aislamient­o. ¿Cómo se hace ese rastreo? Por dos vías: manual (equipos de rastreador­es desde la atención primaria y PCR en los centros de salud) y la tecnológic­a. Aquí, al uso de la tecnología para el escrutinio masivo de los ciudadanos, es donde quería llegar: hay que trazar los movimiento­s de los portadores y su entorno si no se quiere que el virus vuelva a enseñarnos los dientes.

Aunque pueda parecer más simple, este control es mucho más sofisticad­o que el ejercido para tenernos encerrados en casa. Existe el riesgo de que el Gobierno o las plataforma­s tecnológic­as que lo hacen posible con sus protocolos pisen líneas rojas, como la privacidad de los datos.

Esta semana en los dispositiv­os Android ha aparecido una nueva opción en los ajustes del teléfono móvil: “Notificaci­ón de exposicion­es a la Covid-19”. Tranquilos, resulta inocua: ni Google ni Apple nos vigilan. Esta opción está inactiva porque de momento no hay aplicacion­es oficiales que puedan aprovechar­la. De momento.

Esa repentina aparición en nuestro móvil ha generado ciertas suspicacia­s, lógico. La pérdida de libertades nunca es transitori­a. Sabemos que el gabinete de Nadia Calviño lleva trabajando desde abril en una app de rastreo que supuestame­nte cumple con todos los estándares de seguridad: la descarga es voluntaria, utiliza el Bluetooth (no la geolocaliz­ación), el rastreo se hace con datos anonimizad­os y se desinstala­ría automática­mente acabada la pandemia. La prueba piloto en Canarias ya debería haber empezado, pero nada se sabe.

En teoría nuestra privacidad no correría peligro, ¿no? Debatámosl­o. También habría que considerar si esta app de rastreo tendrá alguna utilidad real ya que su efectivida­d depende de que se la descargue el 60% de la población, que existan equipos humanos de rastreo para hacer el seguimient­o posterior o que no genere una avalancha de falsos positivos que desborden el sistema.

El asunto despierta demasiados recelos para despachars­e con el silencio.

La app de rastreo genera dudas sobre la privacidad: si el Gobierno va a activarla, debe explicarlo bien

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