La Vanguardia

La extensión del dominio de la lucha

- David Carabén

El jueves por la noche, en casa, vimos Creed II con los chiquillos. Es la segunda entrega de la segunda etapa de la saga cinematogr­áfica Rocky, el boxeador que Sylvester Stallone encarnó en el clásico de 1976. El argumento viene a remachar el mismo clavo de siempre: el luchador no puede vencer hasta que no entiende de una manera profunda contra quién o contra qué lucha y, claro está, como todo el mundo sabe, las grandes batallas, las importante­s y definitiva­s, son las que entablamos contra nosotros mismos... La cuestión es que, unos días después de haber visto The last dance, estos lugares comunes de la épica deportiva me parecieron más amarillent­os que nunca... En la serie televisiva sobre Michael Jordan nos explican que el increíble espíritu competitiv­o del mejor jugador de baloncesto de todos los tiempos, en buena medida, se alimentaba de su capacidad extraordin­aria para crear enemigos imaginario­s. El directivo que quería fichar un recambio para algún compañero, o el periodista que había dudado sobre las posibilida­des del equipo o, ni siquiera eso, el ocasional que no lo había mirado como él se esperaba, se convertían por arte de magia en la diana contra la que proyectar toda su furia.

El equipo rival de carne y hueso se convertía así en una especie de sparring para la auténtica batalla que libraban los Bulls de Chicago. Ser creativo y desacomple­jado, si hace falta hasta el capricho, en la búsqueda de motivos para vencer, no se aviene mucho con el esfuerzo introspect­ivo que han reclamado tradiciona­lmente a sus discípulos la larga fila de figuras paternales, maestras y entrenador­es que han poblado nuestra fantasía... Jordan, como tantos otros grandes deportista­s, sabe que la de la motivación no es una fuente que fluya eternament­e. Ahora figuraos como conseguir que once de los jóvenes con más talento del mundo en las piernas, y millones en el banco, salgan dos veces por semana con un cuchillo entre los dientes...

En el mismo corazón de la competició­n está la idea de que la disputará mejor quien crea firmemente que no se acaba ni ahora ni aquí, ni con el pitido final del árbitro, ni en el más acá de un terreno de juego. El célebre Més que un club del Barça también tiene este sentido. Se puede jugar como si te fuera la vida. Pero, claro está, también se puede vivir la vida como si se tratara de un juego. Y a menudo no lo es.

Ahora pienso en los terribles casos de abuso de poder que hemos visto estos días y que aquí hace mucho tiempo que sufrimos en la forma de presos políticos y de exiliados.

Pero también en el partidismo de los políticos durante la pandemia. Los desequilib­rios y las injusticia­s del mundo en que vivimos se me aparecen como el fruto de este equívoco, no saber a qué jugamos, qué tenemos en juego, contra quién jugamos ni cuándo empieza ni cuándo se acaba la partida.

Se puede jugar como si te fuera la vida. Pero, claro está, también se puede vivir la vida como si se tratara de un juego. Y a menudo no lo es

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