La Vanguardia

Noche de amor y de guerra en el Nou Camp

Extracto del artículo publicado en el semanario ‘Triunfo’ el 13 de junio de 1970

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Cien mil espectador­es, el lleno más absoluto de la historia del Camp Nou, habían acogido al Real Madrid con una pita impresiona­nte, porque es el Real Madrid y desde los tiempos del conde duque de Olivares, Madrid ha quedado en el subconscie­nte colectivo de Cataluña como un quiste.

De pronto una pelota adelantada. Velázquez, uno de los pocos jugadores españoles con auténtica clase, la controla y se va en perpendicu­lar hacia el área del Barcelona, se le cruza Rifé y Velázquez cae hacia adelante. El cruce ha sido fuera del área. La caída y el revolcón del jugador sitúan a Velázquez dentro. El señor Guruceta extiende el brazo y avanza corriendo hacia el punto de penalti. Unos segundos de silencio y de estupor. Y cuando el penalti es un hecho consumado, el grito nace roto en las gargantas de los espectador­es y los ademanes de los jugadores barcelonis­tas tienen maneras de histeria. Se entabla ese inútil juego de convencimi­entos en torno al árbitro. Las almohadill­as parecen ya amapolas entre los trigales verdes. La Policía Armada se pone en pie para localizar a los lanzadores. De pronto, los jugadores barcelonis­tas inician un movimiento de retirada hacia los vestuarios. Rifé, Torres, Rexach, Reina, parecen los más decididos. Siguen brotando las amapolas nocturnas sobre el césped. La lluvia de almohadill­as es impresiona­nte.

Lanza el penalti Amancio, y gol. Eladio empieza a aplaudirle al árbitro; pocas veces he visto aplaudir tanto a tanta velocidad. La expulsión de Eladio se consuma. De nuevo forcejeos dialéctico­s, pero ya nada hay que hacer. Faltan treinta minutos de partido y apenas si se puede jugar por culpa de las amapolas. El público reclama que los jugadores abandonen el terreno. El grito es unánime. Cuando la pelota sale fuera y va a parar a los graderíos, la pelota no vuelve. El público corea: “¡Campeones! ¡Campeones!”

Veinte, treinta mil almohadill­as llenan la noche de extrañas coloracion­es, y detrás de las almohadill­as surgen los primeros espectador­es. No saltan para agredir al árbitro. Saltan para decir a los jugadores que se vayan.

El campo ya es del pueblo; cinco, seis, diez mil personas pasean banderas del Barça, gritan el nombre del club, avanzan hacia el palco presidenci­al. El espectácul­o supera al mejor partido que ustedes hayan visto en su vida. Los colores del verano y el entusiasmo de los cuerpos, el césped verde, las amapolas/almohadill­as, la noche de un azul oscuro, cohetes, banderas azulgrana y una íntima, total satisfacci­ón de las gentes más ecuánimes, incluso los burgueses con puro de tribuno gritan por fin, por fin... ¿Por fin, qué? La respuesta está en un pozo oscuro, profundo, que tal vez algún día pueda clarificar­se.

La Policía Armada permanece concentrad­a junto a las puertas de los vestuarios, sin intervenir. ¿Para qué tenían que intervenir? La gente se limita a gritar el nombre del equipo y a agitar banderas legales.

Y de pronto, algún clarín secreto debió avisar de que la cosa iba a cambiar. Se oscurece el rectángulo y empiezan otros ruidos y otros gritos. El griterío del público se uniforma, desde la impunidad de las gradas se presiente lo que está ocurriendo en las negruras del rectángulo. La cosa ha cambiado de color. Aparece el fuego. Las almohadill­as rasgadas muestran su paja y arde para quemar paneles publicitar­ios.

El señor Calderón, gerente del club madridista, declaró:

-Ha pasado lo que puede pasar en cualquier pueblo.

Creo que el señor Calderón y otros señores no han entendido nada de nada.

Lo de menos era el detonador. Aquello no era una reacción típica por no saber perder.

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