Un himno homoerótico
Para comprender los distintos registros de los tres relatos que integran Archipiélago es especialmente útil conocer su biobibliografía de Roberto Echevarrena. Nacido en Montevideo en 1944, se doctoró en la Universidad de París VIII. Estudió Filosofía en Alemania –donde fue discípulo de Adorno– y en Francia. Fue profesor en Londres, Buenos Aires, Montevideo y veinte años en Nueva York. Poeta y narrador, fue autor, con Néstor Perlongher, José Kozer y Jacobo Stefani, de la selección de poesía latinoamericana Mesurario, que no es una antología sino expresión de su rechazo de la poesía populista o social y de todo tipo de ideología, para aceptar una gran variedad de registros. En parecida dirección van sus ensayos sobre Felisberto Hernández, Manuel Puig, Fuera de género: criaturas de invención erótica (2007) o Porno y postporno (2011).
Echavarren ha señalado el impacto que le causó en Londres el Gay Liberation Front, para subrayar algo que nos interesa especialmente aquí: “Estoy en contra de toda policía”, es decir, ideología. La homosexualidad está en el centro de su escritura, pero no hay actitud polémica o reivindicadora, lógica en los peores momentos de represión homofóbica, sino que asume la normalidad. En Archipiélago está la atracción por y de los cuerpos, pero que se integra con la atracción por el arte, especialmente la pintura, la fotografía y la arquitectura: los frescos del palacio de Knossos, la Capilla Sixtina de Florencia, –“un himno homoerótico”–, las imágenes de las fotos, “más visible que lo invisible”, el Pantocrátor de Constantinopla, o todo lo que nos recuerda a algún pintor, Degas, Matisse, Miró y tantos otros. Arte de distintos lugares en estos relatos cosmopolitas que nos llevan a Creta, a Bali, a Brasil, a Nueva York o a Holanda. Y está la integración de personajes de la actualidad: Michael Jackson, el fotógrafo Mapplethorpe, la novia del cantante de Poison, su amigo el poeta exiliado cubano José Kozer, Monica Vitti, el encargado de negocios de la Santa Sede cardenal Luini, Margaret Thatcher, Trump, estafador, embaucador, que “se comportaba como un chimpancé”, o Anthony Perkins, que intenta seducir a Stavros, el protagonista de El pintor de Creta, pero “no fui esa noche al hotel con él. Ya se veía mayorcito”.
Hay una atracción por los cuerpos que aparecen como divinidades ajenas al pecado y a la culpa, un canto a la libertad y “un despojarse de todo lo que no es divino en esta vida”. De ahí la atracción por el surf de El surfista de Bali, pese a que le falta una nalga y todo el relato gira en torno a su recorrido de médico en médico, “algo que arroje luz sobre este enigma”. Porque frente a esta atracción por la belleza tan cercana a la escritura del mexicano Alberto Ruy Sánchez, está la brutal realidad que niega nuestra condición de dioses y nos condena al Apocalipsis. De la misma manera que no rechaza la fealdad o lo extravagante que de nuevo nos aleja de la “belleza terrible”. Y que encuentra su expresión en el físico y la vestimenta de los personajes, con frecuencia maquillados y teñidos.
El fotógrafo de Manhattan, el tercer y último relato del libro, el más largo, complejo y agitado, es el que mejor expresa todo lo que vengo diciendo. Y subraya que la exaltación de la belleza no lo es necesariamente de la felicidad. Hay una fuerte tensión narrativa con el encuentro del cadáver de un muchacho desnudo. Y son interesantes, a través del fotógrafo Mckenna, las reflexiones sobre el arte. Y, como todo el libro, la prosa nos invita muchas veces a “levantarseyvolar”. |
Tres relatos sobre arte, belleza y erotismo, con fuerte tensión narrativa e integración de personajes reales