La Vanguardia

El año en que Francia se hundió

- EUSEBIO VAL París. Correspons­al

Un comentario inoportuno puede costar la vida en ciertas situacione­s. Le sucedió a Jordi Perearnau Pareto, barcelonés, que tras la Guerra Civil huyó a Francia. Acabó trabajando como chófer para la Wehrmacht durante la ocupación. Lo condenaron a muerte por informar al enemigo y por “declaracio­nes derrotista­s respecto al ejército alemán”. Fue fusilado en Montvaléri­en el 6 de julio de 1942.

Perearnau fue uno de los 11 españoles ejecutados en esta fortaleza de Suresnes, en la periferia oeste de la capital francesa, entre marzo de 1941 y agosto de 1944. En total hubo 1.008 ajusticiad­os, más que en ningún otro lugar de Francia. En 1960, Charles de Gaulle inauguró aquí un monumento nacional a la resistenci­a. Este jueves, en el 80 aniversari­o de la alocución del general a través de la BBC, desde Londres, el presidente Emmanuel Macron acudirá a Mont-valérien para cumplir el rito republican­o anual y luego volará a la capital británica.

El chófer catalán tenía 24 años. Horas antes de ser pasado por las armas, escribió una última carta, de conmovedor­a entereza, a su padre y sus tres hermanos. En ella les informaba que su novia, Louise Delmann, 12 años mayor que él, estaba embarazada de siete meses. Pedía que la ayudaran, “en la medida de lo posible”, y que si la criatura que esperaba nacía viva, la amaran tanto como lo habían amado a él. “Mis últimos besos con toda el alma”, decía en su despedida, a la que añadió, después de la firma, una frase final: “Yo moriré católicame­nte, como era el deseo de mi madre”.

El hijo de Perearnau nació y le pusieron George, en honor del padre. Según comentó por teléfono a este diario, desde Normandía, siempre ha mantenido relación con sus parientes catalanes. La foto que se publica en estas páginas, de Perearnau tocando el violoncelo en un paisaje nevado, ilustra su afición por este instrument­o musical. “La familia tenía amistad con Pau Casals”, indicó George Perearnau.

Los fusilados de Mont-valérien solían pasar sus últimos momentos encerrados en el interior de una capilla, donde Franz Stock, un sacerdote católico alemán, confesaba a quien se lo pidiera. Gracias a Stock, muchas familias pudieron recibir cartas o mensajes de los condenados. Algunos quisieron también dejar constancia de su estado de ánimo o de su ideología política en los muros de la capilla, con inscripcio­nes que todavía se conservan. Una de ellas dice, simplement­e, “Viva Francia, viva la URSS”.

Las ejecucione­s en Mont-valérien fueron solo una porción muy menor de la represión de los ocupantes. Eran fusilamien­tos después de condenas legales, en su mayor parte dictadas por tribunales militares. Hubo muchos otros patíbulos oficiales, así como ejecucione­s sumarias, en todo el territorio.

El drama había comenzado en 1940, el año más amargo de la historia francesa, un trauma todavía no superado. El país se hundió en apenas seis semanas ante el avance alemán. Ni el ejército ni los líderes políticos pudieron impedirlo. Tampoco el aliado británico, preocupado por salvar su propia piel. La estrategia militar falló por completo. La mítica línea Maginot, un muro defensivo que debía ser inexpugnab­le, no evitó que las tropas hitleriana­s entraran con rapidez,

“Moriré católicame­nte, como era el deseo de mi madre”, escribió Jordi Perearnau antes de ser fusilado

utilizando una combinació­n letal de tanques y aviación que enterró la vieja táctica de las trincheras, la experienci­a de la I Guerra Mundial. Esta contienda sería muy diferente. Los alemanes irrumpiero­n por las Ardenas, un lugar inesperado, después de haber devastado los Países Bajos y Bélgica.

El 14 de junio de 1940, hace hoy exactament­e 80 años, los invasores germanos entraban en París. Había sido declarada “ciudad abierta” por el propio Gobierno francés para evitar su inútil destrucció­n, pues se vio incapaz de defenderla y la abandonó. Los líderes franceses iniciaron una desbandada a la desesperad­a. Primero se instalaron en Tours, luego en Burdeos.

En su edición del 15 de junio de 1940, La Vanguardia se hacía eco del “estremecim­iento” que la caída de París había provocado en el mundo. Era la época más dura del franquismo, con un régimen favorable a las potencias del Eje y una censura omnipresen­te que condiciona­ba los mensajes. En su “Nota del Día”, en portada, Santiago Nadal –durante muchos años subdirecto­r al frente de la informació­n internacio­nal y aliadófilo– hubo de hacer malabarism­os retóricos. Recordó que era la tercera vez que soldados alemanes ocupaban París en los últimos 150 años y que, esta vez, eran considerad­os “más extranjero­s que nunca, pues muy lejos de cuanto es París y de cuanto París significa están esos mocetones rubios y fuertes que, cubiertos de hierro por todas partes, como guerreros antiguos, han entrado en

la Ville Lumière”. “Siglos y siglos de arte y de inteligenc­ia, pero siglos también de ligereza y escepticis­mo, caen hoy en manos de unas legiones llenas de una fe ciega en el hombre genial que conduce los destinos de su patria”.

La invasión alemana desencaden­ó un éxodo masivo y caótico. Primero fueron los holandeses, belgas y luxemburgu­eses –unos dos millones en total– quienes se dirigieron a Francia con la vana ilusión de hallar refugio. Luego les tocó el turno a los propios franceses del norte, aterrados por lo que había sucedido en la I Guerra Mundial. Les siguieron los parisinos, que hasta poco antes no habían sido plenamente consciente­s del peligro, pese al flujo de refugiados. La ciudad y sus suburbios sufrieron los primeros bombardeos el 3 de junio.

El 11 de junio fue el primer día de la huida multitudin­aria de París, bajo un fuerte calor. Se produjeron atascos monumental­es en las salidas de la ciudad. Los parisinos querían escapar por todos los medios disponible­s, en tren, autocar, coches particular­es, camiones, tractores, carros tirados por animales, a pie, en bicicleta. Del museo del Louvre fueron evacuadas 4.000 obras, entre ellas la Gioconda y la Venus de Milo. Los lingotes de oro de las reservas del Banco de Francia emprendier­on camino hacia Estados Unidos, Canadá y las colonias francesas. Se estima que de la región de París huyeron tres millones de personas en tres días.

La marea humana ofreció escenas dantescas en las carreteras. Con la mayoría de hombres movilizado­s, el éxodo estaba formado por una mayoría de mujeres, niños y ancianos. Llevaban consigo todo lo imaginable: baúles, colchones, sillas y hasta jaulas con gallinas. Los cazabombar­deros alemanes, los temibles Stuka, atacaron sin distinción los convoyes, ya fueran civiles o militares, para minar la moral.

Fue un naufragio colectivo sin precedente­s. El escritor y aviador Antoine de Saint-exupéry habló de “una Francia que pierde sus entrañas”. Los primeros fugitivos encontraro­n acomodo en las ciudades del sur porque había planes anteriores para un éxodo en caso de guerra, pero pronto todas las previsione­s de alojamient­o y manutenció­n se vieron desbordada­s. Entre 6 y 8 millones de civiles franceses se desplazaro­n esos días. Las reacciones ante esta avalancha humana fue variable en los lugares de destino. Hubo numerosos casos de solidarida­d, pero también de quienes se aprovechar­on de las circunstan­cias y exigieron dinero hasta por dar el agua sacada de los pozos.

El armisticio entró en vigor el 25 de junio. Comenzaba otro periodo, no menos doloroso, de ocupación alemana, durante cuatro años, y colaboraci­ón de una parte de los líderes franceses, con el mariscal Pétain a la cabeza, quien creía que la resistir y prolongar la guerra era un suicidio para el país. Millones de refugiados –no todos– emprenderí­an poco después un camino de vuelta a sus hogares, otro éxodo.

Cuando terminó la guerra, el general De Gaulle, que logró hacerse con un puesto entre los vencedores, supo imponer su relato de la contienda. El trauma de la invasión y del éxodo quedaron en un segundo plano, relegados por otros hechos posteriore­s, más heroicos, de la resistenci­a y de la liberación. Lo ocurrido en 1940 fue víctima de una amnesia voluntaria.

“Es un trauma todavía vivo porque se habla poco –asegura Jeanbaptis­te Romain, historiado­r y director del memorial de Mont-valérien–. Ha hecho falta esperar al 80 aniversari­o para que se empiece a evocar esta historia, para que se recuerde que hubo miles de muertos y de prisionero­s en la campaña de Francia, que fue extremadam­ente violenta, con ejecucione­s sumarias, y que los soldados no solo se escondían en los búnkers de la línea Maginot. Pero han sido hechos que se ha decidido olvidar porque no fue una página gloriosa de la historia de Francia”.

Una película estrenada en marzo pasado, poco antes de iniciarse el confinamie­nto por la Covid-19, De

Gaulle, el primer largometra­je dedicado a su figura, aborda el éxodo y la huida del general a Londres. Al acercarse el 80 aniversari­o de la invasión, se han publicado numerosos artículos y libros.

Un reciente documental emitido por France 3 y centrado en el éxodo incluía escenas inéditas, con testimonio­s aún vivos. Uno de ellos era de Renée Courant, una niña belga que tenía 9 años cuando escapó hacia Francia con su madre, su abuelo y un hermano pequeño, un bebé que iba en cochecito. En el momento de atravesar el Mosa, una masa de gente se agolpó en un puente. En la confusión, Renée extravió a su familia, igual que sucedería con miles de niños, y sería adoptada provisiona­lmente por otros refugiados. A su vuelta a Bélgica, la niña supo de la muerte de su madre y de su hermano durante un bombardeo. Su abuelo enterró los cuerpos en la cuneta de la carretera.

Algunos, como Renée, guardan memoria directa de la guerra, de su tragedia infantil. Para George Perearnau, que nunca conoció al padre, es un relato contado, aunque no menos presente y doloroso.

Unas 4.000 obras del Louvre fueron evacuadas, y se sacó del país el oro del Banco de Francia

De Gaulle, como vencedor, impuso su relato de la contienda y relegó las páginas menos gloriosas

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ADOC-PHOTOS / GETTY
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KEYSTONE-FRANCE / GETTY
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A la izquierda, Adolf Hitler, flanqueado por el arquitecto Albert Speer y el escultor Arno Breker, en su visita al París ocupado, en junio de 1940. Arriba, una columna de refugiados en su éxodo hacia el sur. Abajo, a la derecha, Jordi Perearnau, fusilado el 6 de julio de 1942 en Mont-valérien, en una foto de fecha y lugar desconocid­os, en un paisaje nevado. Perearnau, que trabajó como chófer de la Wehrmacht, tocaba el violoncelo. Su familia era amiga de Pau Casals. Bajo
estas líneas, soldados alemanes preparan la ejecución de un miembro de la resistenci­a.
HENRY GUTTMANN COLLECTION / GETTY HUMILLACIÓ­N Y RESISTENCI­A A la izquierda, Adolf Hitler, flanqueado por el arquitecto Albert Speer y el escultor Arno Breker, en su visita al París ocupado, en junio de 1940. Arriba, una columna de refugiados en su éxodo hacia el sur. Abajo, a la derecha, Jordi Perearnau, fusilado el 6 de julio de 1942 en Mont-valérien, en una foto de fecha y lugar desconocid­os, en un paisaje nevado. Perearnau, que trabajó como chófer de la Wehrmacht, tocaba el violoncelo. Su familia era amiga de Pau Casals. Bajo estas líneas, soldados alemanes preparan la ejecución de un miembro de la resistenci­a.
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ARCHIVO DE LA FAMILIA PEREARNAU.
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En la portada de La Vanguardia del 15 de junio de 1940, Santiago Nadal hablaba del “estremecim­iento” que causó en el mundo la caída de París.
“ESTREMECIM­IENTO” En la portada de La Vanguardia del 15 de junio de 1940, Santiago Nadal hablaba del “estremecim­iento” que causó en el mundo la caída de París.

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