La Vanguardia

Anarquía en el Reino Unido

- John Carlin

En los años setenta los Sex Pistols, inventores del punk rock, lanzaron una canción titulada Anarchy in the UK .Se anticiparo­n por casi medio siglo a la situación actual de su país. No se trata solo de que el número de muertes del coronaviru­s y los pronóstico­s económicos posvirus son los peores de Europa, continente al que una mayoría de ingleses se siente superior, sino que en los últimos días un tabú tras otro se rompe, una vaca sagrada tras otra se sacrifica.

El país que fue la cuna de la democracia parlamenta­ria, sobre cuyo imperio el sol nunca se puso, está sufriendo un severo ataque de nervios.

Rabia, polémica o, en el mejor de los casos, confusión definen la conversaci­ón nacional sobre el racismo, el sexo, la educación, Winston Churchill, Boris Johnson, Harry Potter, el Brexit o el deporte nacional, consumir cantidades industrial­es de cerveza. Todo provocado por un cóctel de mucho peligro: el virus, el fenómeno importado de Estados Unidos “Black lives matter” y la abismal incompeten­cia del Gobierno del primer ministro Johnson.

El problema del virus lo tiene todo el mundo. Si la ciencia no sabe, difícil que los gobiernos sepan qué hacer. Lo que marca la diferencia es el caos de la respuesta inglesa a la crisis, revelado en la frecuencia con la que cambia radicalmen­te de dirección.

El Gobierno conservado­r de Johnson impuso un reglamento hace un par de semanas según el cual parejas que vivían en diferentes hogares no podían verse. La prensa lo definió como “una prohibició­n del sexo”, vía libre para recordar que el primer ministro tiene un historial de infidelida­des sexuales y de hijos no contabiliz­ados que sería la envidia de un sultán. Ante los chillidos de frustració­n que recorriero­n la isla, el Gobierno se ablandó y se rindió.

Lo mismo con la educación. Se iban a reabrir los colegios este mes, iniciativa apoyada en parte en un estudio de la Universida­d de Cambridge que demostró que la probabilid­ad de que un niño de menos de 15 años se muriese del coronaviru­s era de uno en 3,5 millones, menos de la probabilid­ad de que le caiga un rayo. Pero el miedo vence a las matemática­s y una vez más el Gobierno tuvo que dar marcha atrás. Otro fiasco anunciado parece ser la noticia de que se impondrá una cuarentena de 14 días a todas las personas que entren en el Reino Unido del extranjero. Esta medida tambalea ante la imposibili­dad de imponerla, ante la presión de la industria del turismo y ante la contradicc­ión de que ha habido, por ejemplo, 36 muertes más del virus por habitante en el Reino Unido que en las islas griegas.

No está claro si hay una conexión entre el desconcier­to que ha provocado el virus y el factor desahogo en las protestas alrededor de la consigna “Black lives matter”.

Lo que es cierto es que en Inglaterra han generado un frenesí antiestatu­as, concretame­nte contra las que rememoran personajes históricos vinculados al colonialis­mo y a su primo hermano el racismo. La primera en caer y ser tirada al mar fue la de un tal Edward Colston, filántropo de la ciudad de Bristol del siglo XVII cuya fortuna provino del comercio de esclavos. Actualment­e hay 130 municipios ingleses que están consideran­do hacer algo similar.

La fuerza del sentimient­o antiestabl­ishment se mide en el hecho de que esta semana fueron vandalizad­as un par de estatuas de Winston Churchill. Más sorprenden­te aún, la BBC colocó un vídeo en su página web hace tres días en que se considerab­a la pregunta “Churchill: ¿héroe o villano?”. ¡Estamos hablando aquí del inglés más venerado del siglo XX! Inevitable­mente los nacionalis­tas se están movilizand­o y ahora lo que se teme es una epidemia de choques callejeros entre manifestan­tes de la izquierda antirracis­ta y la derecha brexitera –a la que pertenece Boris Johnson, autor de una biografía de

Churchill–. Revelado como un populista eficaz pero un gobernante sin brújula, a Johnson se le ve paralizado. Cae en las encuestas como la estatua de Colston en el agua. The Spectator, por antigua tradición el medio más leal al Partido Conservado­r, publicó un artículo hace dos semanas titulado “Boris Johnson no es digno de liderarnos”. “Es imposible evitar la realidad –dijo el artículo– de que este es un primer ministro desnudo”.

El único ropaje que Johnson luce, y lo único que afirma con cierta convicción, es la trasnochad­a consigna de que su país saldrá de la Unión Europea a fin de año “con o sin acuerdo”. Pero aquí se enfrenta a otro problema: los votantes más entusiasta­s del Brexit, los del sufrido norte de Inglaterra, de repente temen lo que les pasará si se cortan los vínculos con el resto de Europa. Animados por las consecuenc­ias económicas devastador­as del virus, finalmente ven que triturar el acuerdo de libre comercio con los vecinos les hará más pobres.

En cuanto a Harry Potter, vuelve a la vida una de las controvers­ias confinadas por el virus, la de la transfobia. La multimillo­naria autora de los libros de mayor éxito desde la Biblia, J.K. Rowling, se metió en un lío al tuitear la semana pasada en contra de un organismo público que en su página web usó la frase “gente que menstrua” en lugar de la palabra mujeres. El argumento de Rowling fue que reconocer las diferencia­s sexuales entre las personas era algo importante. Como consecuenc­ia la británica que más huella ha dejado en el mundo en los últimos cien años ha sido denunciada como transfóbic­a por dos de las estrellas de las películas de Harry Potter y por un colegio al sur de Londres que la ha borrado de un muro en el que ponen los nombres de personajes considerad­os ejemplares.

Uno de los que quedan en el muro es el cantante inglés del grupo musical Queen, el fallecido Freddie Mercury. Si cantase hoy su canción más conocida, We are the champions, no encontrarí­a mucho eco en los corazones de sus compatriot­as. Bueno, en algunos sí, especialme­nte después de tomarse unas buenas pintas. El Gobierno ha anunciado que los pubs se abrirán a principios de julio, dos meses antes que los colegios. Un diputado parlamenta­rio observó que el Reino Unido era “un país extraño” por priorizar la reapertura de los bares para los adultos sobre el reinicio de la educación para los pequeños. Es particular­mente extraño, quizá, ya que una de las pocas cosas que se saben a ciencia cierta del virus es que cuanto más años tenga una persona infectada, más letales serán las consecuenc­ias.

Aunque, para ser justos con los ingleses, no son los únicos que han caído en esta contradicc­ión. El virus ha trastornad­o los procesos mentales de medio mundo. La diferencia reside en que en el Reino Unido se están volviendo totalmente locos.

El país que fue la cuna de la democracia parlamenta­ria está sufriendo un severo ataque de nervios

Boris Johnson cae en las encuestas como la estatua de Edward

Colston en el agua

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