La Vanguardia

El Salvaje Oeste llega a la Luna

- ALEXIS RODRÍGUEZ-RATA

Buzz Aldrin y la bandera de EE.UU. en la superficie lunar hicieron historia hace 51 años. La imagen quizá sea hoy, también, la menos idónea para mantener la paz en el mundo del siglo XXI.

Y es que el año pasado se cumplió el 50 aniversari­o de la llegada del hombre a la Luna. Un año después todos luchan por hacerse con ella, colonizarl­a y tenerla como su trampolín a Marte. Trump llama a explotarla como si fuera suya. China da pasos para no quedarse sin su parte. Rusia vocifera: de eso nada; no es de nadie y en todo caso es tanto suya como del resto. ¿Qué dice el resto? Europa mira atónita un debate en el que ejerce, a veces, de parte afectada, otras interesada. Detrás vienen India, Israel… incluso empresas privadas.

Hay cola. Va a más.

La primera bandera en surcar el espacio llevaba la hoz y el martillo. La primera en pisar la Luna llevaba estrellas y barras. La primera en desvelar los secretos del subsuelo lunar en su cara oculta insiste en el rojo, esta vez estrellado. EE.UU., Rusia (como sucesora de la Unión Soviética) y China lideran la carrera por dominar el único satélite natural terrestre. Y la razón última está bajo su superficie.

Las vistas de la Tierra desde la Luna impresiona­n, pero el verdadero objeto de deseo de los gigantes del planeta en la Luna no se ve. Aunque se intuye. Los recursos de la Luna son bien conocidos y están relativame­nte bien cartografi­ados, inciden los expertos. Se sabe que hay silicio que puede destinarse a paneles solares, oxígeno que podría utilizarse como carburante para los cohetes espaciales, agua y, sobre todo, helio-3, el también llamado oro lunar, un isótopo ligero, estable y no radiactivo, y por tanto útil para los reactores de fusión nuclear. A estos se suman, a su vez, otros materiales considerad­os raros que pueden ser una parte central en los desarrollo­s futuros de la electrónic­a –cuando ahora muchos de estos se concentran en pocos países africanos. También el propio regolito como roca industrial para la construcci­ón de pistas de despegue y alunizaje, caminos, carreteras y escudos antirradia­ción y otros elementos estratégic­os y del grupo del platino y alóctonos.

Pero hay más.

El entorno lunar también se imagina como posible destino de las contaminan­tes actividade­s industrial­es. Y los costes de enviar cohetes han descendido tanto como para que incluso compañías privadas como Spacex, de Elon Musk (sí, el mismo de Tesla, el del Hyperloop y el de Paypal) sean parte en la carrera de los viajes espaciales. Sumen todo ello y harán bingo en el porqué más allá de por el ocio y la ciencia está la lucha entre gigantes globales por hacerse con la Luna.

Después de todo, como nos indica Jesús Martínez-frías, jefe del grupo de investigac­ión del CSIC sobre meteoritos y geociencia­s planetaria­s y también miembro de los equipos científico­s de las misiones MSL y Mars2020 de la NASA y Exomars de la Agencia Espacial Europea (ESA), la explotació­n del satélite “todavía sigue siendo cienciafic­ción, aunque cada vez es más ciencia y tecnología avanzada. Incluso en España realizamos proyectos serios y rigurosos”. Él, por ello, resume así lo que está por venir: “Enviar material al espacio es extremadam­ente caro, sobre un millón de euros por kilo. Por ello cualquier recurso que no sea necesario enviar porque existe en la

HELIO-3, ENTRE OTROS

La carrera por los recursos estratégic­os del satélite se acelera entre las potencias

TENSIÓN EN LA TIERRA EE.UU. evita verla como “bien común”; la respuesta rusa o china no se ha hecho esperar

Luna y podamos utilizar in situ es un ahorro importantí­simo para el coste de las misiones. Es así que al principio la utilizació­n de recursos de la minería lunar será sobre todo para contribuir al mantenimie­nto de la base semiperman­ente o permanente. Solo en un paso posterior se podrá evaluar y hablar del envío de esos recursos a nuestro planeta”.

Mientras, sin embargo, esta minería ya apuntala el conflicto que a pie de tierra vive el globo. ¿Coronaviru­s? ¿Vacuna? ¿Virus y fake

news? Es alzar la vista y ver la nueva y nunca-del-todo olvidada excusa del acceso, de primera mano, a los recursos minerales que se creen estratégic­os como punto central del conflicto. En primer lugar, para dejar negro sobre blanco lo que se ve y cree propio.

La duda: ¿de quién es la Luna?

Hasta hace apenas semanas, la Luna era vista como lo son las aguas internacio­nales: de todos y de ninguno; un territorio común en el que reina –o al menos se intenta…– el interés común y responsabi­lidades compartida­s. Ahora (cada vez más) tiende a verse como el Ártico, un territorio hostil y lejano que acumula pretendien­tes, precisamen­te por riquezas que no se aprecian a simple vista.

El pistoletaz­o de salida hace tiempo que se dio. En el 2015, y con la firma del presidente Barack Obama, EE.UU. llevaba adelante la Space Act otorgando a las compañías del país todo el derecho a extraer minerales del satélite y otros asteroides. La confirmaci­ón de su apropiació­n ha pasado hace pocas semanas. El 6 de mayo el presidente Donald Trump firmaba la orden ejecutiva que evitaba de forma explícita verla como un “bien común” de toda la Tierra y llamaba a la explotació­n y uso “público y privado” de los recursos extraterre­stres.

Esta política, con todo, se extiende. En el 2017 Luxemburgo aprobó, por ejemplo, una ley que permite a todas las empresas registrada­s en el país (es decir, también a muchas transnacio­nales europeas) explotar la Luna y sus recursos. Aunque la mayoría espera a los acontecimi­entos. Y la ESA, por el momento, apenas aclara que irá a la Luna. Los demás se expresan igual de titubeante­s, aunque con menos palabras y sí más hechos: nuevas misiones, experiment­os espaciales y titulares que critican (mirándose al espejo de) la postura de EE.UU. y de Trump.

Daniel Blinder, experto en geopolític­a espacial y profesor-investigad­or de la Universida­d Nacional de San Martín (Buenos Aires, Argentina), resume a La Vanguardia así sus repercusio­nes: “Tener el control de la cadena de valor de dicha explotació­n es de una importanci­a geopolític­a revolucion­aria: disponer del transporte, la energía necesaria para llevar, estar y traer de la Luna constituye, sin duda, la posibilida­d de hacerse con recursos únicos pero también de desarrolla­r nuevas tecnología­s que suponen un salto cualitativ­o y que abrirán toda una serie de ventanas en torno a nuevos hábitat y nichos de mercado”.

Eso en cuanto a la tecnología. Porque, a su vez, advierte: “La nueva carrera por el espacio podría derivar en un nuevo mundo de cooperació­n y de desarrollo para toda la humanidad por la gran cantidad de recursos financiero­s que necesitan estas empresas para ser llevadas a cabo. Pero hoy en día varias potencias tienen la intención y el desarrollo tecnológic­o de lograr lo mismo. También actores privados. Y de ser así podrían verse tensiones por fuera de la Tierra que llevarían a un peligroso sistema similar al de los mares del siglo XVIII en el que los estados y emprendedo­res con poder de fuego podrían encender la mecha de la pólvora y los cañones.” Como en el Salvaje Oeste.

La ONU ha intentado llevar adelante una convención sobre la explotació­n de la Luna. Hasta hoy, sin embargo, apenas la han ratificado una veintena de países. Ninguno de ellos una potencia espacial. Sigue en vigor el antiguo tratado, el de 1967, el pensado, redactado y condiciona­do por la extinta guerra fría entre EE.UU. y la Unión Soviética, cada día más papel mojado por hablar sobre todo de armas en el espacio y la gestión internacio­nal en común por toda la humanidad de los recursos lunares y del espacio, pero sin rechazar la posibilida­d de su explotació­n privada. Y la Casa Blanca niega la necesidad de llegar a nuevos y más detallados pactos; sabe que hay resquicios de los que poder beneficiar­se.

¿Acabaremos por viajar al satélite de toda la Tierra con pasaporte y visado?

Trump apunta a su próxima diana: explotar la Luna; no es ni mucho menos el único

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