Cultura y barbarie
El filósofo francés Michel Henry publicó hace tiempo un ensayo que lleva por título La barbarie. El libro parte de la constatación paradójica que nuestra época se caracteriza por un desarrollo sin precedentes del saber que va aparejado con el hundimiento de la cultura. Por primera vez en la historia, saber y cultura divergen, hasta el punto de que el triunfo del primero comporta la desaparición de la segunda. ¿Cómo es posible, uno se pregunta, que el saber comporte la desaparición de la cultura?
El origen de esta situación la encontramos, siguiendo M. Henry, cuando Galileo declara que el conocimiento sensible –que nos hace creer que las cosas tienen colores, olores, sabores, que son sonoras, agradables o desagradables– es falso e ilusorio. El universo real, dice a Galileo, está compuesto de cuerpos materiales insensibles, de manera que su modo de conocimiento no es la sensibilidad –variable según los individuos–, sino el conocimiento geométrico y racional de la naturaleza material. Este es el nuevo saber que ocupa el lugar de todos los otros y los empuja a la irrelevancia.
La propuesta de Galileo, base de la ciencia clásica moderna, elimina nuestra subjetividad como fuente de conocimiento: nuestras impresiones, nuestras emociones, nuestros deseos y pasiones. La vida, tal como lo experimenta cada uno de nosotros, se encuentra despojada de toda realidad verdadera que la haga apto para el conocimiento. Lo cual afecta directamente a la cultura que, arraigada en la vida, no es nada más que el conjunto de respuestas patéticas que la vida se esfuerza en aportar al inmenso “deseo” que la atraviesa, respuestas que se hacen patentes en el arte, en la ética y en la religión. En la sociedad –entendida como una comunidad de vivientes– la cultura está en todas partes, porque la vida es un valor esencial: todo está dispuesto en función de ella.
Esta finalidad ha sido abandonada, según M. Henry, y con ella la vida como valor esencial. La hemos sustituido por una técnica –desconocida hasta entonces– qué ya no tiene su raíz en la subjetividad de los cuerpos vivos, sino que consiste en hacer todo lo que se pueda hacer en el universo ciego de las cosas, sin ninguna otra consideración que no sea, quizá, la del provecho. Esta nueva técnica de esencia puramente material, extraña ella misma a toda prescripción ética, es la que dirige nuestro mundo convertido en inhumano en su principio mismo.
¿La ciencia moderna, con sus resultados extraordinarios, no es una forma de cultura, la más esencial y la más innovadora que hay hoy en día? Pero la ciencia solo será una forma de cultura a condición de no rechazar ni la subjetividad ni la sensibilidad, sin las cuales el contenido de las idealidades científicas no puede ser significativo para nosotros. La ciencia tiene que recuperar la pregunta por la finalidad de sus actos y ponerse de nuevo al servicio de la vida si no quiere convertirse en inhumana. Tal como dice M. Henry, ninguna problemática teórica es verdaderamente autónoma, sino que está sujeta a otras finalidades que no son los simples procesos ciegos inherentes a las posibilidades cientificotécnicas de su realización.
No se trata de ninguna manera de abandonar la ciencia, sino de ponerla al servicio del hombre y no al servicio de sus objetivos cientificotécnicos por el solo hecho que son posibles. Para eso hacen falta unos nuevos planteamientos de los que hablaremos en la próxima colaboración.
Hay que poner la ciencia al servicio del hombre, no de objetivos cientificotécnicos por el hecho que son posibles