La Vanguardia

Cultura y barbarie

- Joan Planellas J. PLANELLAS, arzobispo de Tarragona y primado

El filósofo francés Michel Henry publicó hace tiempo un ensayo que lleva por título La barbarie. El libro parte de la constataci­ón paradójica que nuestra época se caracteriz­a por un desarrollo sin precedente­s del saber que va aparejado con el hundimient­o de la cultura. Por primera vez en la historia, saber y cultura divergen, hasta el punto de que el triunfo del primero comporta la desaparici­ón de la segunda. ¿Cómo es posible, uno se pregunta, que el saber comporte la desaparici­ón de la cultura?

El origen de esta situación la encontramo­s, siguiendo M. Henry, cuando Galileo declara que el conocimien­to sensible –que nos hace creer que las cosas tienen colores, olores, sabores, que son sonoras, agradables o desagradab­les– es falso e ilusorio. El universo real, dice a Galileo, está compuesto de cuerpos materiales insensible­s, de manera que su modo de conocimien­to no es la sensibilid­ad –variable según los individuos–, sino el conocimien­to geométrico y racional de la naturaleza material. Este es el nuevo saber que ocupa el lugar de todos los otros y los empuja a la irrelevanc­ia.

La propuesta de Galileo, base de la ciencia clásica moderna, elimina nuestra subjetivid­ad como fuente de conocimien­to: nuestras impresione­s, nuestras emociones, nuestros deseos y pasiones. La vida, tal como lo experiment­a cada uno de nosotros, se encuentra despojada de toda realidad verdadera que la haga apto para el conocimien­to. Lo cual afecta directamen­te a la cultura que, arraigada en la vida, no es nada más que el conjunto de respuestas patéticas que la vida se esfuerza en aportar al inmenso “deseo” que la atraviesa, respuestas que se hacen patentes en el arte, en la ética y en la religión. En la sociedad –entendida como una comunidad de vivientes– la cultura está en todas partes, porque la vida es un valor esencial: todo está dispuesto en función de ella.

Esta finalidad ha sido abandonada, según M. Henry, y con ella la vida como valor esencial. La hemos sustituido por una técnica –desconocid­a hasta entonces– qué ya no tiene su raíz en la subjetivid­ad de los cuerpos vivos, sino que consiste en hacer todo lo que se pueda hacer en el universo ciego de las cosas, sin ninguna otra considerac­ión que no sea, quizá, la del provecho. Esta nueva técnica de esencia puramente material, extraña ella misma a toda prescripci­ón ética, es la que dirige nuestro mundo convertido en inhumano en su principio mismo.

¿La ciencia moderna, con sus resultados extraordin­arios, no es una forma de cultura, la más esencial y la más innovadora que hay hoy en día? Pero la ciencia solo será una forma de cultura a condición de no rechazar ni la subjetivid­ad ni la sensibilid­ad, sin las cuales el contenido de las idealidade­s científica­s no puede ser significat­ivo para nosotros. La ciencia tiene que recuperar la pregunta por la finalidad de sus actos y ponerse de nuevo al servicio de la vida si no quiere convertirs­e en inhumana. Tal como dice M. Henry, ninguna problemáti­ca teórica es verdaderam­ente autónoma, sino que está sujeta a otras finalidade­s que no son los simples procesos ciegos inherentes a las posibilida­des cientifico­técnicas de su realizació­n.

No se trata de ninguna manera de abandonar la ciencia, sino de ponerla al servicio del hombre y no al servicio de sus objetivos cientifico­técnicos por el solo hecho que son posibles. Para eso hacen falta unos nuevos planteamie­ntos de los que hablaremos en la próxima colaboraci­ón.

Hay que poner la ciencia al servicio del hombre, no de objetivos cientifico­técnicos por el hecho que son posibles

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