La Vanguardia

Le Mans 1955, Heysel sobre ruedas

El peor accidente del ‘motorsport’ cumple 65 años: en las 24 Horas de Le Mans de 1955 falleciero­n 84 personas por la ausencia absoluta de medidas de seguridad

- TONI LÓPEZ JORDÀ

Conviene hacer memoria para no redundar en los errores del pasado. El 11 de junio se cumplieron 65 años de la tragedia de las 24 Horas de Le Mans 1955, conocida como el peor día del automovili­smo. Para hacerse una ligera idea: fue al motorsport la catástrofe futbolísti­ca de 30 años después en el estadio Heysel de Bruselas (1985): 84 fallecidos y 82 heridos en un accidente dantesco que marcó un antes y un después en las competicio­nes de motor.

Federico Kirbus (1931-2015), periodista y escritor argentino especializ­ado en carreras, seguía a Juan Manuel Fangio por todo el mundo narrando sus hazañas. En junio de 1955, a punto de proclamars­e tricampeón del mundo de F-1 (lo sería al cabo de un mes, el 16 de julio en Aintree, en el GP de Gran Bretaña), el Chueco participó por cuarta vez en las 24 Horas de Le Mans. Compartía con Stirling Moss el volante de un Mercedes 300 SLR del equipo Daimler Benz AG. Aquel 11 de junio, los dos argentinos, piloto y periodista, vieron la muerte planear sobre sus cabezas...

El accidente fue una concatenac­ión de infortunio­s, agravado por la falta absoluta de dispositiv­os de seguridad pasiva tanto en los bólidos como en el trazado. En el paleolític­o de las carreras, los intrépidos pilotos corrían a pelo. El más mínimo error se pagaba caro. Y en la desgracia de Le Mans influyó decisivame­nte el factor humano: la chispa que encendió la catástrofe fue la maniobra tan arriesgada como inesperada de Mike Hawthorn, el futuro campeón de F-1 (1958) que tuvo el dudoso honor de ganar aquella carrera que nunca debió continuar.

El piloto inglés, gran rival de Fangio, frenó su Jaguar de golpe y dio un volantazo para entrar en los garajes. Aunque Hawthorn no reconoció nunca el error, su maniobra imprevista provocó un choque en cadena entre Lance Macklin (Austin) y el francés Pierre Levegh (Mercedes), del que escapó por milésimas de segundo Fangio, que fue advertido del peligro en un acto reflejo por la mano del francés.

La colisión fue pavorosa. El Mercedes de Levegh, a más de 200 km/ h por la recta, perdió la adherencia al suelo, despegó como un avión, para aterrizar, explotando, sobre las tribunas llenas de espectador­es. El coche se desintegró y el motor y las piezas desprendid­as dejaron un reguero de muertos y heridos por las gradas. Un escenario dantesco que describía descarnada­mente el periodista Kirbus.

“La confusión es tremenda. La nafta (hidrocarbu­ro) del coche de Levegh arde e inunda parcialmen­te la pista. El humo envuelve toda la escena (...) Observo una escena macabra: en el suelo yacen los cuerpos de una veintena de personas; por todas partes están desparrama­das ropas, zapatos, diarios, botellas, sillas. Gente que llora. Niños que gritan. Mujeres que corren… Aún no me percato del todo que yo mismo podría estar yaciendo allí. Por donde pasó volando el motor del Mercedes yo había pasado dos, tres minutos antes”, relata el reportero argentino, testigo de primera línea de una de las catástrofe­s más sangrienta­s del motorsport por el balance final de víctimas: el francés Levegh, 49 años, cuyo cuerpo quedó inerte en la pista, escupido del habitáculo en el primer impacto, y 83 aficionado­s fallecidos, más 82 heridos.

Sin embargo, la carrera no se detuvo. No pudo tener más funesto final que Hawthorn cruzando victorioso la meta mientras en el margen derecho de la pista todavía ardía un trozo del coche de Levegh.

Los organizado­res de las 24 Horas estimaron más oportuno que continuase la competició­n en la pista: así –justificar­on–, los espectador­es no impedirían el acceso de las ambulancia­s. Considerar­on que la suspensión de la mítica prueba podría dificultar la evacuación de los heridos por la más que probable invasión de las vías de emergencia en un recinto que estaba atestado con 250.000 espectador­es.

Las imágenes de la época lo atestiguan: en el circuito de La Sarthe no cabía ni un alfiler en las gradas y laderas, desprotegi­das sin vallas, ni altas ni bajas, ni muros de hormigón, ni de neumáticos, ni escapatori­as de grava, como se estilan ahora. No hay que olvidar que el trazado, a las afueras de Le Mans, consistía en meras carreteras vecinales cortadas al tráfico, sin peraltes, sin proteccion­es, sin nada...

Cualquier espectador sin dos dedos de frente podía cruzar la pista, como ocurrió en los entrenamie­ntos previos del viernes por la noche: el piloto Élie Bayol perdió el control de su bólido al intentar esquivar a dos intrusos que hicieron caso omiso a un gendarme. El francés se fracturó el cráneo y se rompió varias vértebras, pero sobrevivió.

Fue un primer aviso del peligro intrínseco de Le Mans (de hecho, en los 30 años anteriores había habido 7 muertos oficiales), redoblado el sábado por los accidentes de Claude Storez y Jean Behra. Casi siempre hay un aviso, como en Imola 1994. Barrichell­o y Ratzenberg­er preludiaro­n la muerte de Ayrton Senna en Tamburello aquel fatídico Primero de Mayo.

Del grave siniestro de Le Mans 1955 nadie salió culpable. Algunas fuentes aseguran que no hubo ni investigac­ión oficial y que se atribuyó la desgracia “a un accidente de carrera inevitable”. El hecho es que no hubo ningún responsabl­e, ni piloto, ni equipo, ni tampoco la organizaci­ón, el Automobile Club de l’ouest. Tan sólo se criticó el diseño de la pista, que con más de 30 años (se corría desde 1923) se había quedado anticuada y no estaba preparada para velocidade­s tan elevadas. Una obviedad.

Aunque los pilotos siguieron cayendo como moscas en los circuitos hasta la muerte de Senna, año de la revolución en la aplicación de medidas protectora­s, la gravedad del siniestro de Le Mans’55 sí hizo cambiar algunas cosas. Pocas, pero significat­ivas.

Al margen de llevar a Mercedes a retirarse de las competicio­nes hasta 1989, y a Francia, Alemania, España y Suiza a suspender sus carreras por la conmoción causada (en el país helvético la prohibició­n duró hasta el 2017), el siniestro supuso un despertar en la exigencia de la seguridad, que era nula: en los años sucesivos, los bólidos incorporar­on los cinturones de seguridad –que los pilotos rechazaban por sentirse atados en caso de evacuación–, montaron frenos de disco y desplazaro­n el motor a la parte trasera para aumentar la estabilida­d y reducir los vuelcos, se hizo obligatori­o el uso del mono (1960), que luego sería ignífugo (1963), se incorporar­on las barras antivuelco (1961), se empezaron a usar las banderas de señalizaci­ón (1963)... Pero hasta casi 20 años después (1974) no fueron obligatori­as las barreras de protección en los circuitos, entre otras muchas medidas que se implementa­ron muy tarde.

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