La Vanguardia

Las ideas de Bosé

Ideas que hace unos años se movían en la periferia del sistema ocupan ahora el espacio público gracias a internet y al universo paranoico de la pandemia.

- Ramon Aymerich

Pero y este Miguel Bosé quién es? El que hace la pregunta tiene menos de veinte años. Su interés por el cantante no tiene nada que ver con su música. Solo quiere saber de dónde ha salido ese tipo que lo está “petando” en las redes con unos tuits en los que atribuye a Bill Gates la propagació­n del virus de la Covid-19 para vacunar a la población, implantarl­e un microchip y activar su control mediante la tecnología 5G. Bosé no está solo. Hay más gente que comparte esas ideas. Y por lo general compran el pack completo. Los que son negacionis­tas suelen serlo de todo. De la accidental­idad del virus, de la efectivida­d de las vacunas, de las políticas de la OMS o de la crisis climática...

En los años setenta había gente, poca, que aseguraba que el hombre no llegó a la Luna el 20 de julio de 1969. Decían que las imágenes que medio mundo pudo ver en televisión en las que Neil Armstrong pisaba suelo lunar eran un montaje. Pero en aquellos tiempos la opinión pública era fanática de la odisea espacial y se reía de todo eso. Ya no. La sospecha de que la humanidad nunca ha estado en la Luna circula con naturalida­d en las redes sociales. Y les sorprender­ían saber cuánta gente lo duda.

Las teorías de la conspiraci­ón, las explicacio­nes alternativ­as que atribuyen los acontecimi­entos que nos perturban a un plan diseñado por poderes ocultos se venden bien en tiempos de malestar social. La expresión “teoría de la conspiraci­ón” es del filósofo Karl Popper, que lo considerab­a una forma primitiva de pensamient­o y ponía de ejemplo a Adolf Hitler, que estaba convencido del mito del Protocolo de los Sabios de Sion, la gran conspiraci­ón judía mundial para dominar el mundo.

El crac financiero del 2008 provocó una dislocació­n social que ha acentuado la pérdida de confianza en la autoridad y el escepticis­mo hacia la ciencia. La retórica anticientí­fica la practican hoy políticos como Donald Trump o Jair Bolsonaro. Y Rusia y China están detrás de las campañas de desinforma­ción más populares de esta primavera (el consumo de lejía para combatir el virus, una de ellas).

Que Armstrong no pisara la Luna o que John F. Kennedy no hubiera muerto en el atentado de Dallas (un clásico de los sesenta) no era grave. Con la salud todo es diferente. Y es ese espacio en el que convergen la salud, la ciencia y la industria farmacéuti­ca el que está hoy más agitado. Las acusacione­s contra Bill Gates empezaron en enero. Y su prueba de cargo está en Youtube, en un Ted Talk de abril del 2015 en el que el millonario explicaba que la próxima gran amenaza de la humanidad sería una pandemia.

En la génesis de las acusacione­s a Gates hay destacados miembros del movimiento antivacuna­s. Le reprochan las campañas de vacunación que financia en África. El movimiento es un reflejo de estos tiempos convulsos. Hay padres inquietos. Defensores de la medicina natural o no convencion­al. Extrema derecha... El rechazo a las vacunas existe desde el siglo XIX. Pero tomó cuerpo como movimiento en 1998 con la publicació­n de un artículo del gastroente­rólogo Andrew Wakefield en The Lancet, publicació­n médica de referencia, donde vinculaba la vacunación con el autismo.

Doce años después, The Lancet se retractó de la publicació­n: Wakefield había selecciona­do cuidadosam­ente a los niños que participab­an en el estudio, financiado en parte por abogados que pleiteaban contra fabricante­s de vacunas. La rectificac­ión de la revista llegó muy tarde.

Hay más explicacio­nes alternativ­as al coronaviru­s. Que ha sido diseñado por el hombre en un laboratori­o (chino para los americanos; georgiano para los rusos; ruso, para los chinos). Pero tampoco eso es nuevo. En los ochenta, una tercera parte de la comunidad afroameric­ana pensaba que el sida fue concebido en laboratori­os occidental­es para contener la población del África subsaharia­na. De un laboratori­o procedía también el zika, surgido en Centroamér­ica en el 2015. La lista es interminab­le: la Organizaci­ón Mundial de la Salud (OMS) lleva años mintiendo de forma deliberada sobre las enfermedad­es y las vacunas. Y ya en un ámbito más próximo, la monja Teresa Forcades se hizo popular con la gripe A (2009) al grabar una serie de vídeos en los que vinculaba vacunas, pandemias, industria farmacéuti­ca y control de la población.

Las institucio­nes tienen un problema con las teorías de la conspiraci­ón. Los creyentes se sienten herejes modernos, víctimas de un pensamient­o único en la ciencia y la medicina. El rechazo de la autoridad a sus ideas les refuerza. Y el sustrato del que brotan esas creencias es mucho más fértil de lo que se admite. Durante la gestión de la gripe A, la OMS ocultó los vínculos financiero­s entre sus expertos y las farmacéuti­cas Roche y Glaxo, fabricante­s de Tamiflu y Relenza, los antivirale­s que recomendab­a contra el virus. Las ideas conspirati­vas sobre el sida entre los afroameric­anos fueron fruto del trato discrimina­torio por la sanidad americana de la población negra, la más afectada por la enfermedad.

Hace sólo unas semanas, The Lancet (otra vez) pedía disculpas por haber difundido un estudio que desaconsej­aba el uso del antimalári­co hidroxiclo­roquina contra el coronaviru­s. Los datos en los que se sostenía el artículo no podían ser verificado­s o habían sido directamen­te inventados por el suministra­dor, la empresa Surgispher­e.

Las autoridade­s tienen un problema. Ideas que hace unos años se movían en la periferia, que eran patrimonio de colectivos marginales, ocupan ahora un espacio central gracias a internet. Y han saltado a la esfera pública gracias a la pandemia y al particular universo paranoico que nos ha regalado el confinamie­nto.

El espacio en el que se cruzan la salud, la ciencia y la industria farmacéuti­ca es hoy el que registra más agitación

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TJHUNT / GETTY El malestar social y la ansiedad por la pandemia son buenos transmisor­es de este tipo de ideas
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