Un racismo estructural
La muerte de George Floyd prendió la mecha para que millones de personas, en Estados Unidos y en el resto del mundo, salieran a la calle para protestar por la brutalidad policial en las ciudades americanas y expresar su rechazo al racismo institucional. Desde aquel 25 de mayo hemos visto en Estados Unidos nuevos casos de violencia por parte de agentes del orden, alguno de ellos también con el resultado de muerte.
Las protestas globales han hecho aflorar sentimientos antirracistas que también podrían ser aplicados hacia los países donde han tenido lugar. En numerosos estados europeos ha habido movilizaciones, impresionados por las imágenes de lo sucedido en Minneapolis, que también han servido para recordar que el racismo y la xenofobia están presentes en el seno de sus respectivas sociedades. Pero quizá con una falsa moral, preferimos decir que en nuestros países no hay racismo sino episodios puntuales de discriminación.
La serie que este diario ha publicado estos últimos días sobre el racismo en Europa evidencia bien a las claras que ningún país está libre de pecado y que, en mayor o menor medida, muchos estados europeos arrastran un pasado vinculado a la colonización, el esclavismo y el racismo, y que en la actualidad se siguen produciendo casos de xenofobia y discriminación, impulsados también por el auge experimentado por las fuerzas populistas y de extrema derecha en algunos países.
El racismo está presente en Francia, el Reino Unido, Alemania, Italia, Hungría, los países escandinavos y, por supuesto, también en España y en Catalunya. Las imágenes de agentes de la Guardia Civil disparando pelotas de goma y botes de humo en el año 2014 contra subsaharianos que intentaban entrar al país por la playa del Tarajal, con el resultado de quince muertos, permanecen aún en la memoria. Y tan solo hace unos días, el audio grabado por un joven negro de 20 años en Sant Feliu Sasserra, y que recoge los insultos, amenazas y vejaciones a que fue sometido por un grupo de seis mossos d’esquadra, muestra la existencia de comportamientos racistas por algunos agentes. Sin olvidar los malos tratos recibidos por inmigrantes sin papeles en los centros de internamiento de extranjeros (CIE). Son todas formas de racismo institucional, como también lo son las restricciones en la aplicación de la ley de Extranjería, que hacen que en este momento haya en España al menos 600.000 personas sin papeles.
El racismo está presente en nuestra sociedad y en nuestras ciudades. Se pone de manifiesto de múltiples formas, muchas de ellas sutiles. Lo vemos en los que tienen problemas para acceder a una vivienda por su origen étnico, en las personas que trabajan en la economía sumergida sin derechos laborales, en los temporeros que viven en condiciones indignas, en los que no pueden abrir una cuenta bancaria por el color de su piel, en los que son detenidos por la policía en la calle por su aspecto o su origen… La casuística es infinita y afecta también al lenguaje, como cuando se califica a una persona de ilegal en lugar de indocumentada.
Es el denominado racismo estructural, presente en nuestras sociedades, que siguen considerando al diferente como alguien inferior o potencialmente peligroso. Un racismo estructural –muchas veces invisibilizado– que está presente en todo el mundo, no tan solo en Estados Unidos. Es la normalización y legitimación de políticas públicas, prácticas cotidianas y actividades diarias que producen resultados adversos de forma crónica para un grupo específico de una población debido a su color, origen o cultura.
Solo podremos dejar atrás este racismo estructural si, en primer lugar, asumimos que existe y tomamos conciencia de la dimensión del problema. Para ello la educación es fundamental, tanto en la escuela como en la familia. Y luego está la necesidad de tomar las medidas legales necesarias que lo eliminen, porque las leyes deben proteger por igual a todo el mundo y, si no lo hacen, deben ser cambiadas.
La sociedad ha asumido políticas y prácticas que discriminan a parte de la población por origen o color