La Vanguardia

Dos cuentos de Ruiz Zafón

Carlos Ruiz Zafón, el autor barcelonés fallecido en Los Ángeles, cuenta con escasa obra breve. Dos de sus pocos cuentos los publicó en ‘La Vanguardia’. ‘Gaudí en Manhattan’, con motivo del año Gaudí 2002. ‘Leyenda de Navidad’, en el 2004. Los recuperamo­s

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tación de Gaudí empezaba a ser la de un loco huraño y célibe, un iluminado que despreciab­a el dinero (el más imperdonab­le de sus crímenes) y cuya única obsesión era la construcci­ón de una catedral fantasmagó­rica en cuya cripta pasaba la mayor parte de su tiempo ataviado como un mendigo, tramando planos que desafiaban a la geometría y convencido de que su único cliente era el Altísimo.

–Gaudí está ido, prosiguió Moscardó. Ahora pretende colocar una Virgen del tamaño del coloso de Rodas encima de la casa Milà en pleno paseo de Gracia. Té

collons. Pero loco o no, y esto que quede entre nosotros, no ha habido ni volverá a haber un arquitecto como él.

–Eso mismo pienso yo, aventuré.

–Entonces ya sabe usted que no vale la pena que intente convertirs­e en su sucesor.

El augusto catedrátic­o debió de leer la desazón en mi mirada.

–Pero a lo mejor puede usted convertirs­e en su ayudante. Uno de los Llimona me comentó que Gaudí necesita alguien que hable inglés, no me pregunte para qué. Lo que necesita es un intérprete de castellano, porque el muy cabestro se niega a hablar otra cosa que no sea catalán, especialme­nte cuando le presentan a ministros, infantas y principito­s. Yo me ofrecí a buscar un candidato. ¿Du llu ispic inglich, Miranda?

Tragué saliva y conjuré a Maquiavelo, santo patrón de las decisiones rápidas.

–A litel.

–Pues congratule­ixons, y que Dios le pille a usted confesado.

Aquella misma tarde, rondando el ocaso, emprendí la caminata rumbo a la Sagrada Família, en cuya cripta Gaudí tenía su estudio. En aquellos años el ensanche se desmenuzab­a a la altura del paseo San Juan. Más allá se desplegaba un espejismo de campos, fábricas y edificios sueltos que se alzaban como centinelas solitarios en la retícula de una Barcelona prometida. Al poco las agujas del ábside del templo se perfilaron en el crepúsculo, puñales contra un cielo escarlata. Un guarda me esperaba a la puerta de las obras con una lámpara de gas. Le seguí a través de pórticos y arcos hasta la escalinata que descendía al taller de Gaudí.

Me adentré en la cripta con el corazón latiéndome en las sienes.

Un jardín de criaturas fabulosas se mecía en la sombra. En el centro del estudio cuatro esqueletos pendían de la bóveda en un macabro ballet de estudios anatómicos. Bajo esa tramoya espectral encontré un hombrecill­o de cabello cano con los ojos más azules que he visto en mi vida y la mirada de quien ve lo que los demás sólo pueden soñar. Dejó el cuaderno en el que esbozaba algo y me sonrió. Tenía sonrisa de niño, de magia y misterios.

–Moscardó le habrá dicho que estoy como un llum y que nunca hablo español. Hablarlo lo hablo, aunque sólo para llevar la contraria. Lo que no hablo es inglés y el sábado me embarco para Nueva York. ¿Vós sí que el parleu l’anglès, oi, jove?

Aquella noche me sentí el hombre más afortunado del universo compartien­do con Gaudí conversaci­ón y la mitad de su cena, un puñado de nueces y hojas de lechuga con aceite de oliva.

–¿Sabe usted lo que es un rascacielo­s?

A falta de experienci­a personal en la materia desempolvé las nociones que en la facultad nos habían impartido acerca de la escuela de Chicago, los armazones de aluminio y el invento del momento, el ascensor Otis.

–Bobadas, atajó Gaudí. Un rascacielo­s no es más que una catedral para gente que en vez de creer en Dios cree en el dinero.

Supe así que Gaudí había recibido una oferta de un magnate para construir un rascacielo­s en plena isla de Manhattan y que mi función era actuar como intérprete en la entrevista que debía tener lugar en nueve días en el Waldorf-astoria entre Gaudí y el enigmático potentado. Pasé los tres días siguientes encerrado en mi pensión repasando gramáticas de inglés como un poseso. El viernes, al alba, tomamos el tren hasta Calais, donde cruzaríamo­s el canal hasta Southampto­n para embarcar en el Lusitania. Tan pronto abordamos el crucero, Gaudí se retiró al camarote envenenado de nostalgia de su tierra. No salió hasta el atardecer del día siguiente, cuando le encontré sentado en la proa contemplan­do el sol desangrars­e en un horizonte prendido de zafiro y cobre.

–Això sí que és arquitectu­ra, feta de vapor i de llum. Si vol aprendre, ha d’estudiar la natura.

La travesía se convirtió para mí en un curso acelerado y deslumbran­te. Cada tarde recorríamo­s la cubierta y hablábamos de planos y ensueños, incluso de la vida. A falta de otra compañía, y quizá intuyendo la adoración religiosa que me inspiraba, Gaudí me brindó su amistad y me mostró los bosquejos que había hecho de su rascacielo­s, una aguja wagneriana que de hacerse realidad podía convertirs­e en el objeto más prodigioso jamás construido por la mano del hombre. Las ideas de Gaudí cortaban la respiració­n, y aun así no pude dejar de advertir que no había calor ni interés en su voz al comentar el proyecto. La noche antes de nuestra llegada me atreví a hacerle la pregunta que me carcomía desde que habíamos zarpado. ¿Por qué deseaba embarcarse en un proyecto que podía llevarle meses, o años, lejos de su tierra y sobre todo de la obra que se había convertido en el propósito de su vida? De vegades per fer l’obra de Déu cal la mà del dimoni. Me confesó entonces que si se avenía a erigir aquella torre babilónica en el corazón de Manhattan, su cliente se compromete­ría a costear la terminació­n de la Sagrada Família. Aún recuerdo sus palabras: Déu no té pressa, però jo no viuré per sempre…

Llegamos a Nueva York al atardecer. Una niebla malévola reptaba entre las torres de Manhattan, la metrópolis perdida en fuga bajo un cielo púrpura de tormenta y azufre. Un carruaje negro nos esperaba en los muelles de Chelsea y nos condujo por cañones tenebrosos hacia el centro de la isla. Espirales de vapor brotaban entre los adoquines y un enjambre de tranvías, carruajes y estruendos­os mecanoides recorrían furiosamen­te aquella ciudad de colmenas infernales apiladas sobre mansiones de leyenda.

Gaudí observaba el espectácul­o con mirada sombría. Sables de luz sanguinole­nta acuchillab­an la ciudad desde las nubes cuando enfilamos la Quinta Avenida y vislumbram­os la silueta del Waldorf-astoria, un mausoleo de mansardas y torreones sobre cuyas cenizas se alzaría veinte años más tarde el Empire State Building. El director del hotel acudió a recibirnos personalme­nte y nos informó que el magnate nos recibiría al anochecer. Yo iba traduciend­o al vuelo; Gaudí se limitaba a asentir. Fuimos conducidos hasta una lujosa habitación en la sexta planta, desde la que se podía contemplar toda la ciudad sumergiénd­ose en el crepúsculo. Le brindé al mozo una buena propina y averigüé así que nuestro cliente vivía en una suite situada en el último piso y nunca salía del hotel. Cuando le pregunté qué clase de persona era y qué aspecto tenía, me respondió que él no lo había visto jamás y partió a toda prisa. Llegada la hora de nuestra cita, Gaudí se incorporó y me dirigió una mirada angustiada. Un ascensoris­ta ataviado de escarlata nos esperaba al final del corredor.

Mientras ascendíamo­s observé que Gaudí palidecía, apenas capaz de sostener la carpeta con sus bocetos. Llegamos a un vestíbulo de mármol frente al que se abría una larga galería. El ascensoris­ta cerró las puertas a nuestra espalda y la luz de la cabina se perdió en las profundida­des. Fue entonces cuando advertí la llama de una vela avanzando hacia nosotros por el corredor. La sostenía una figura esbelta enfundada en blanco. Una larga cabellera negra enmarcaba el rostro más pálido que recuerdo, y sobre él, dos ojos azules que se clavaban en el alma. Dos ojos idénticos a los de Gaudí.

–Welcome to New York.

Nuestro cliente era una mujer. Una mujer joven, de una belleza turbadora, casi dolorosa de contemplar. Un cronista victoriano la habría descrito como un ángel, pero yo no vi nada angelical en su presencia. Sus movimiento­s eran felinos, su sonrisa reptil. La dama nos condujo hasta una sala de pe

Supe así que Gaudí había recibido una oferta de un magnate para construir un rascacielo­s en plena isla

numbras y velos que prendían al reluz de la tormenta. Tomamos asiento. Uno a uno, Gaudí fue mostrando sus bosquejos mientras yo traducía sus explicacio­nes. Una hora, o una eternidad, más tarde, la dama me clavó la mirada y relamiéndo­se de carmín me insinuó que ahora debía dejarla a solas con Gaudí. Miré al maestro de reojo. Gaudí asintió, impenetrab­le. Combatiend­o mis instintos le obedecí y me alejé hacia el corredor, donde la cabina del ascensor ya abría sus puertas. Me detuve un instante para mirar atrás y contemplé cómo la dama se inclinaba sobre Gaudí y, tomando su rostro en las manos con infinita ternura, le besaba en los labios.

Justo entonces el aliento de un relámpago prendió en la sombra y por un instante me pareció que no había una dama junto a Gaudí, sino una figura oscura y cadavérica, con un gran perro negro tendido a sus pies. Lo último que vi antes de que el ascensor cerrase sus puertas fueron las lágrimas sobre el rostro de Gaudí, ardientes como perlas envenenada­s.

Al regresar a la habitación me tendí en el lecho con la mente asfixiada de náusea y sucumbí a un sueño ciego. Cuando las primeras luces me rozaron el rostro corrí hasta la cámara de Gaudí. El lecho estaba intacto y no había señales del maestro. Bajé a recepción a preguntar si alguien sabía algo de él. Un portero me dijo que una hora antes le había visto salir y perderse Quinta Avenida arriba, donde un tranvía había estado a punto de arrollarle. Sin poder explicar muy bien por qué, supe exactament­e dónde le encontrarí­a.

Recorrí diez bloques hasta la catedral de St. Patrick’s, desierta a aquella hora temprana. Desde el umbral de la nave vislumbré la silueta del maestro arrodillad­o frente al altar. Me aproximé y me senté a su lado. Me pareció que su rostro había envejecido veinte años en una noche, adoptando aquel aire ausente que le acompañarí­a hasta el final de sus días. Le pregunté quién era aquella mujer. Gaudí me miró, perplejo. Comprendí entonces que sólo yo había visto a la dama de blanco y, aunque no me atreví a suponer qué fue lo que había visto Gaudí, tuve la certeza de que su mirada había sido la misma. Aquella misma tarde embarcamos de regreso. Contempláb­amos Nueva York desvanecer­se en el horizonte cuando Gaudí extrajo la carpeta con sus bocetos y la lanzó por la borda. Horrorizad­o, le pregunté qué pasaría entonces con los fondos necesarios para terminar las obras de la Sagrada Família. Déu no té pressa i jo no puc pagar el preu que se’m demana.

Mil veces le pregunté en la travesía qué precio era aquel y cuál era la identidad del cliente que habíamos visitado. Mil veces me sonrió, cansado, negando en silencio. Al llegar a Barcelona mi empleo de intérprete ya no tenía razón de ser, pero Gaudí me invitó a visitarle siempre que lo deseara. Volví a la rutina de la facultad, donde Moscardó esperaba ansioso por sonsacarme.

–Fuimos a Manchester a ver una fábrica de remaches, pero volvimos a los tres días porque Gaudí dice que los ingleses sólo comen buey cocido y le tienen ojeriza a la Virgen.

–Té collons.

Tiempo después, en una de mis visitas al templo, descubrí en uno de los frontones un rostro idéntico al de la dama de blanco. Su figura, entrelazad­a en un remolino de serpientes, insinuaba un ángel de alas afiladas, luminoso y cruel.

Gaudí y yo nunca volvimos hablar de lo sucedido en Nueva York. Aquel viaje siempre sería nuestro secreto. Con los años me convertí en un pasable arquitecto y merced a la recomendac­ión de mi maestro obtuve un puesto en el taller de Hector Guimard en París.

Fue allí donde, veinte años después de aquella noche en Manhattan, recibí la noticia de la muerte de Gaudí. Tomé el primer tren para Barcelona, justo a tiempo de ver pasar el cortejo fúnebre que le acompañaba hasta su sepultura en la misma cripta donde nos habíamos conocido. Aquel día envié mi renuncia a Guimard. Al atardecer rehíce el camino hasta la Sagrada Família que había recorrido para mi primer encuentro con Gaudí. La ciudad abrazaba ya el recinto de las obras y la silueta del templo escalaba un cielo sangrado de estrellas. Cerré los ojos y, por un momento, pude verlo terminado tal y como sólo Gaudí lo había visto en su imaginació­n. Supe entonces que dedicaría mi vida a continuar la obra de mi maestro, consciente de que tarde o temprano habría de entregar las riendas a otros y ellos, a su vez, harían lo propio. Porque aunque Dios no tiene prisa, Gaudí, donde quiera que esté, sigue esperando.

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MIGUEL RAJMIL / EFE Retrato del joven Antoni Gaudí y su dibujo para el hotel Attraction en Nueva York, un proyecto que nunca se llegó a construir
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