La Vanguardia

Mandela mágico

Hoy se cumplen 25 años del triunfo de Sudáfrica en el Mundial de rugby y de una reconcilia­ción histórica

- JOHN CARLIN

25 años del triunfo de Sudáfrica en rugby y de una reconcilia­ción histórica

Hace exactament­e 25 años, dos menos de los que pasó Nelson Mandela en la cárcel, se disputó la final del Mundial de rugby en Johanesbur­go entre Sudáfrica y Nueva Zelanda. Preso político convertido en presidente de la nación, Mandela había estado al mando del gobierno sudafrican­o durante un año, un mes y 14 días.

A primera vista el 24 de junio de 1995 no se le presentaba como un día complicado. En un país normal acudiría al palco de Ellis Park como aficionado en jefe, con la garantía de que su afán de victoria sería compartido por la totalidad de la población. Pero Sudáfrica no era un país normal, y existía la grave posibilida­d de que el público en el estadio, blanco en su enorme mayoría, le recibiría con abucheos racistas. La mayoría negra del país responderí­a con rabia, incrementa­ndo el riesgo, siempre latente en aquella época, de que la mayor pesadilla de Mandela se hiciera realidad: un conflicto violento entre blancos y negros que acabase con la principal misión de su presidenci­a, consolidar la joven democracia sudafrican­a tras casi medio siglo de apartheid.

El desafío era evitar lo que suele ocurrir tras una revolución: una contrarrev­olución. La extrema derecha estaba asustada, desafiante y armada. Con que solo 100 fanáticos se alzaran en armas, colocaran un par de bombas o asesinasen a un líder del nuevo gobierno multirraci­al las condicione­s serían propicias para que se desencaden­ara una cruenta guerra civil.

No era el momento para que se celebrara un Mundial de rugby en Sudáfrica. El rugby dividía al país. Lo odiaban los negros y odiaban más a la selección sudafrican­a, los Springboks. Por dos razones. El rugby era el deporte favorito de los blancos y los Springboks, siempre entre los mejores del mundo, eran su principal objeto de orgullo nacional. No ayudaba el hecho de que todos los integrante­s de la selección sudafrican­a eran blancos salvo uno que era negro a los ojos del resto del mundo, pero para los sudafrican­os no. Los matices sociales en tiempos del apartheid eran tales que los negros –los africanos– no se veían representa­dos en Chester Williams, un mestizo que había sido soldado en el ejército del apartheid.

Si Sudáfrica hubiese tenido en aquel momento un presidente normal –perfectame­nte decente y capaz, pero normal–, su instinto hubiera sido desaparece­r debajo de las sábanas hasta el final del torneo, cruzando los dedos para que no acabase en un baño de sangre.

Donde cualquier persona racional hubiera visto solo peligro, Mandela vio una oportunida­d. No se escondió, se la jugó. Se propuso dos misiones imposibles: convencer a la mayoría negra de que ahora los Springboks representa­ban a todos los sudafrican­os y los deberían apoyar; convencer a los blancos de que él, Mandela, no buscaba la venganza sino que pretendía gobernar a favor de todos, blancos y negros, por igual. Lo que se necesitaba era magia y magia era su especialid­ad.

Recorrió el país antes y durante el Mundial de 1995 dando un discurso tras otro ante sus partidario­s, los oprimidos del apartheid. Lo que lo valía no era tanto las palabras como los gestos, el simbolismo, el teatro. Aparecía luciendo la gorra verde de los Springboks y, ante la perplejida­d de su público, la alzaba en alto y declaraba: “¡Esta es nuestra gorra! ¡Éste es nuestro orgullo!”. A veces, al principio, le pitaban pero siempre acababa ganándolos.

Le hubiera resultado más difícil superar las dudas de su gente si no hubiese tomado la precaución antes del torneo de reunirse con el capitán de los Springboks, un portento alto y rubio llamado Francois Pienaar, para reclutarle para la causa, convencién­dole de que él y sus compañeros deberían acudir a las poblacione­s negras y salir en televisión escenifica­ndo su compromiso con la

New South Africa democrátic­a. Funcionó. Los parias se transforma­ron en príncipes azules –o verdes–. El día de la final, los sudafrican­os blancos y negros se juntaron por primera vez en la historia en una misma causa: el deseo de vencer a los All Blacks de Nueva Zelanda.

Quedaba lo más difícil, ganarse a los blancos. Sucedió en el día de la final y fue uno de los momentos estelares en la historia de la humanidad. Antes de comenzar el partido, Mandela salió al campo vistiendo la camiseta de los Springboks, el enemigo ancestral. La afición, el 95% blanca, la mayoría no exactament­e de corte progresist­a, se quedó boquiabier­ta. El silencio se hizo interminab­le ante la duda: ¿pitarían al exrecluso negro, a este otrora “comunista terrorista” que se atrevía a lucir los colores del orgullo blanco? No lo pitaron. Alguien, no se sabe quién, inició el cántico. “¡Nelson! ¡Nelson!”. A

UN LÍDER GENUINO Mandela ganó la partida de su vida. Blancos y negros le reconocier­on como su presidente

los pocos segundos todo el estadio coreaba el nombre del primer presidente negro de la historia de Sudáfrica. “¡Nelson! ¡Nelson! ¡Nelson!”. Mandela saludó a la multitud y soltó su famosa sonrisa, la más grande, la más generosa y en aquel momento la más satisfecha del mundo.

Había ganado la partida de su vida. Había apelado a lo mejor de sus compatriot­as blancos y ellos no le decepciona­ron. Había logrado que toda Sudáfrica, la blanca y la negra, lo reconocier­a como su presidente, que hasta sus enemigos se rindieran ante su magnanimid­ad.

El partido fue lo de menos aunque fue un clásico. Por primera vez en la final de un Mundial de rugby se jugó tiempo adicional y los Springboks, por cuya victoria ningún experto dio un duro ante los todopodero­sos All Blacks, vencieron. Cuando Mandela le entregó la Copa del Mundo a Pienaar, hubo un intercambi­o de palabras tan sencillo como épico.

“Gracias, Francois, por lo que has hecho por nuestro país”.

“No, señor presidente,” le contestó el capitán. “Gracias a usted por lo que ha hecho por nuestro país”.

Tengo un amigo que estaba en las gradas aquel día rodeado de un grupo de hombres panzudos vestidos de arriba abajo de kaki, el clásico look de la derecha sudafrican­a. Mientras el estadio coreaba una vez más el nombre de pila de Mandela, ya no solo su presidente sino su amigo, uno de ellos repetía entre lágrimas, “Ese es mi presidente, ese es mi presidente…”.

Aquel día se desvaneció toda posibilida­d de un levantamie­nto blanco contra la democracia por la que Mandela sacrificó media vida. Cualquiera que se hubiese propuesto lanzar la temida contrarrev­olución terrorista hubiera carecido del apoyo popular necesario para poder llevarla a cabo. Sus vecinos, sus familiares lo hubieran delatado.

Entrevisté a Mandela mientras preparaba un libro sobre esta historia. Me dijo algo que tendré siempre grabado en la cabeza. “Si quieres realmente convencer a la gente, no apeles a sus mentes, apela a sus corazones”.

El secreto del éxito político de Mandela, de lo que sus compatriot­as llamaban “the Mandela Magic”, era que supo hacerlo mejor que nadie.

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Nelson Mandela entrega la copa del mundo a Francois Pienaar, capitán de la selección de Sudáfrica
ROSS KINNAIRD - EMPICS / GETTY Complicida­d Nelson Mandela entrega la copa del mundo a Francois Pienaar, capitán de la selección de Sudáfrica

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